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miércoles, 16 de octubre de 2024
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Cultura

Una mirada desde la alcantarilla. Soledad

Soledad

Escuché el nombre de María Soledad Morales a mis ocho años y nunca más me lo olvidé, después ví la película que salió en esa época mientras su femicidio seguía tratando de resolverse. Miré el film en la televisión de nuestra casa una noche de verano con mi hermana y ví de refilón cuando mamá se tapó la cara con un repasador porque estaba llorando.  

En la cocina de mi casa poníamos las persianas un poco cerradas para impedir que entraran mosquitos pero no tanto como para que no pasara aire. Los dos ventiladores del techo, ubicados encima de la mesa, se movían apenas con el murmullo de los animales en el campo. Las luces de la pantalla reflejaban en los azulejos de la mesada, en la pava que siempre estaba sobre la hornalla, en el filo metálico del calefón Orbi que apagábamos y encendíamos cada vez que íbamos a bañarnos. No había gas natural.

Nosotras pasábamos muchas noches ahí, o en la vereda, sentadas en sillones con cintas plásticas y respaldo alto que podía reclinarse. No mirábamos hacia el amar, pero la canchita de enfrente se llenaba de luciérnagas que brillaban como si hubiera agua y la luz de la luna nadara sobre ella. Mamá y mi hermana hablaban o leían, hacían cosas útiles con las manos, pensaban en voz alta, atendían el teléfono y desde afuera se podía entender el hilo de la conversación. Llenaban de palabras mi vida sin saberlo, alimentaban mi percepción del mundo con imágenes sonoras y risas, con gestos que venían llenos de precauciones sobre los modos de moverse en el exterior. Las mujeres debíamos prestar especial atención.

Solo cuando un lugar está vacío se puede empezar a contar algo, dice Win Wenders. En el pueblo sentí siempre que todo estaba a punto de suceder, las cosas importantes pasaban en otros lados. De grande la sensación se corrió y hubo épocas en las que sentí que todo me pasaba a mí, donde sea que estuviera. El vacío me acompaña y es lo que busco completar con relatos o con versos. Quizás aún no haya espacio para el tiempo que no necesita lenguaje.

Hace unos días vi el documental del caso y me acordé de la cara de la monja, la hermana Pelloni mantiene una mirada líquida y una voz firme. 

Pensé en lo poco que han cambiado las cosas. Hace treinta años, un puñado de mujeres caminaron en silencio para gritarlo todo y por la insistencia de su cuerpo expusieron al poder y la impunidad de una provincia feudal en su esencia, con nula elegancia en la forma de exhibir que eso es así porque sí. Y las mujeres, esas chicas jóvenes que aún una misma llaga las convoca, casi sin palabras, dijeron todo. Aunque las cosas no cambien.

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