Los últimos minutos de luz
Dos niños saltan sobre el colchón, enredan sus gritos,
pisan los tobillos de su abuela, los sonidos se acoplan
en el techo como si se guardaran para ser oídos después.
Una bóveda futura se erige clara en el horizonte.
Si esa anciana fuese un sauce,
las crines serían ramas. La mujer relincha
como en su infancia un potro suelto en el baldío.
Sostiene a su lado a esos nietos para encontrar los años perdidos.
La última luz acariciando las malezas, el brillo en los ojos del animal, una bolsa que veía como a un pájaro volando y posándose en las cosas
sin otro peso que el del aire en sus pulmones. Ella también respiraba así, liviana entre los pastos.
Entiende que esos niños saltan para agujerearle la pena,
sus manzanas caerían podridas y quedarían al ras de sus raíces.
Con sus manos nuevas, juntan flores silvestres, hacen ramilletes para adornar su cabeza. La mujer no necesitará rituales, dice, quiere estos gestos.
Mientras exhala las últimas risas, acaricia el lomo de los potros, la última luz
recorre sus pieles.
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