No hay dios que salve a un solo hombre
El hombre está en la fiesta sin sentirse parte de ella, quiere alejar el sol con su mirada. Endurece los rasgos, afila las uñas como un ave de rapiña que observa desde la cumbre los tropiezos de las cabras.
Han encimado piedras sobre su pecho, debajo latería un corazón pero el peso lo deja quieto y él hombre decidió acomodarse entre las rocas como una cosa inerte más.
Si ese hombre acercara sus pasos a la mesa, caería doblegado al calor. La ternura es irresistible, lo sabe. Prefiere el gusto agrio de su carne, lamer la herida de su tobillo, dejar que el cuerpo languidee la alegría ajena.
Se ha impuesto no pertenecer, ser sapo de otro pozo, tragar las moscas que lo siguen para quejarse luego de lo dejan solo comiendo las moscas que lo persiguen.
Escribe Louise Glück:
Ahora los resentidos se ven confirmados
en su soledad: observan cómo el sol del invierno
desciende burlonamente sobre la tierra desnuda,
haciendo que nada viva: bajo esta luz
dios se acerca a los moribundos.
No el dios verdadero, por supuesto. No hay dios
que salve a un solo hombre.
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