Escribimos en los huecos del tiempo, como ladronas nos escondemos en una esquina del cuadrilátero de las tareas cotidianas. Las dos estudiamos, las dos somos madres, las dos insistimos con hacer lo que es inevitable: mirar con el asombro de la infancia y escribir.
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Auto rojo
Salís corriendo, sin medias
el piso está frío, pero no te importa.
Volvé, te digo, estamos en medio
de la cena. Decís
que vas a buscar un regalo
que me trajiste del jardín. En la mano
traés una hoja llena de garabatos.
Mirá ma, son números y letras.
A mí se me llena el pecho
de mariposas y de cosquillas
y de esa emoción indefinible
que no sabía que existía
hasta que fui mamá.
Te felicito y vos me mostrás
y decís que esa es una manzana
y ese es un número, aunque no sabés cuál
y esa de allá arriba es tu letra.
Te miro, te doy un beso
y pienso que cuando elegí
la maternidad tampoco sabía
que una hoja con dibujos
en medio de los platos sucios
me iba a dar esta felicidad.
Tus hermanos te felicitan
y dicen mirá todo lo que dibujó Fran,
ahí está el símbolo del infinito
y esa es una cara sin ojos ni boca
pero con un cuello y allá está
la letra Q. Qué genio que es Fran ¿no, má?
Me conmueve esa alianza fraterna
que se va tejiendo más allá de mí.
Vos das vuelta la hoja y me decís
que también hiciste un auto rojo
con un montón de ruedas, ¿lo ves ma?
Jazmín Hollman
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Leo en Literatura infantil, última publicación de Alejandro Zambra, fragmentos y relatos sobre la paternidad. Pero también leo una voz que se hace las mismas preguntas que una mujer que es madre y que escribe, una vez más la insistencia en un pacto que parece renovarse con el mismo rito de la vida. Un hijo que aparece como una antorcha que alumbra y relumbra, las cosas se vuelven nuevas, las palabras dichas por primera vez y esa inauguración encuentra en la madre o el padre que escriba, un refugio. La escritura como la certificación de la humanidad, de la sensibilidad necesaria para ser algo más que seres vivos.
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“La expresión literatura infantil es condescendiente y ofensiva y a mí me parece también redundante, porque toda la literatura es, en el fondo, infantil. Por más que nos esforcemos en disimularlo, quienes nos dedicamos a escribir lo hacemos porque deseamos recuperar percepciones borradas por el presunto aprendizaje que nos volvió tan frecuentemente infelices. Enrique Lihn decía que nos entregamos a nuestra edad real como a una falsa evidencia.
Literatura infantil: me gusta lo que despierta la palabra infancia entremetida ahí. Pienso en Jorge Teillier, en Hebe Uhart, en Bruno Schulz, en Gabriela Mistral, en Jacques Prévert. Bueno, la lista de «autores infantiles» es interminable. Baudelaire definía la literatura como una «recuperación voluntaria de la infancia» -acabo de chequearlo y descubro que lo que definía de esa manera es «el genio artístico», no la literatura.
Igual prefiero quedarme con mi recuerdo erróneo y menos altisonante de esa teoría de Baudelaire. Me gusta ese énfasis; me gusta, sobre todo, su comparación entre artista, niño y convaleciente. Más que recordar o relatar, quien escribe intenta ver las cosas como por primera vez, es decir como un niño, o como un convaleciente que regresa de la enfermedad y en cierto modo de la muerte, y vuelve a aprender, por ejemplo, a caminar.”
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Hace unos días, Benjamín Vicuña hablando sobre su libro dijo cosas que tenían que ver con escribir sobre la pérdida de su hija que me emocionaron. Tomar la escritura como se toma una soga que tiran de la orilla mientras tu mente, tu cuerpo, tu futuro se escabullen río abajo en correntada. La escritura recubriendo nuevamente la carne, como una piel que se reconstruye sobre la herida, un bordado que le hacemos al dolor, una extensión del tiempo que no vuelve pero que sí, que hacemos que permanezca.
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Me dice Jaz: “siento que es un aprendizaje también. Darle valor. No sé, para mí es un oficio. Le dedico horas, formación, como a cualquier otro trabajo. Vos también, todas. Como cuesta desmarcarse del discurso berreta del talento, de la escritura terapéutica, del hobby, de “lo que pasa es que a vos te sale, te gusta”. Hay una determinación en hacer esto que hacemos. No sé, a mí me pasa eso.” Después me manda a dormir porque es tarde para nosotras que tenemos que sentar el culo en la primera mañana. Me río y nos despedimos.
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Una insistencia silenciosa que se abre paso pese a los platos sucios, a las pantuflas olvidadas bajo de los sillones, a los juguetes tirados, a las tareas pendientes, a la cena con amigos, a la reunión laboral. Una inversión en talleres de lectura, clínicas de escritura, libros clásicos y contemporáneos, clases magistrales con autores reconocidos. La escritura es también otro hijo prendido del ruedo de la falda y el “mirame-mirame”. Alguien escribió que una persona que se dedica a la literatura no puede estar aislada de su época porque, aunque se lo desestime en su presente, iba a ser luego una memoria colectiva. Me pareció un fardo en la espalda. Después, también, me pareció una metáfora linda. Solo eso. Si tomara las expectativas ajenas como propias, creo que las migrañas encenderían los chispazos en la vista todos los días. Insoportable. Anulante.
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“La infancia pervive en nosotros como un enigma intermitente, por lo general apenas atestiguado en álbumes de fotos, peluches transicionales o puñados de ágatas recogidas alguna tarde en la playa. Nadie escribió nuestra infancia, y quizás lamentamos esa ausencia de señales, pero también, de algún modo, la agradecemos, porque nos permite respirar, cambiar, rebelarnos. Imaginar lo que un hijo leerá en la obra propia es, por lo mismo, tan emocionante como abrumador. Narrar el mundo que un niño olvidará -convertirnos en los corresponsales de nuestros hijos- supone un reto enorme.
Yo mismo, mientras escribo, siento la tentación del silencio. Y sin embargo sé que incluso si me encerrara a bosquejar una novela acerca de campos magnéticos o improvisara un ensayo sobre la palabra palabra, terminaría
hablando de mi hijo.”
Alejandro Zambra
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Desde hace un tiempo que tengo un poema que no sale bien pero que lo pienso. Empieza diciendo todos los pasos que no doy se quedan en el abrazo a mis rodillas de mi hija. Lo había titulado Pingüina por la manera en la que me muevo con ella sujetada de mis piernas. Mis hijxs me ajustan el cuerpo pero también, igual que un cinto, sostienen que otras cosas no se me caigan. Un juego de equilibrio entre lo que se escurre por ellxs y lo que gracias a ellxs tengo. Las columnas del debe y el haber. La suspensión del subibaja en el centro de la gravedad, el balance necesario. La insistencia en escribirlo para no olvidarlo.
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