Me gustaban los tiempos pascuales, creo que porque era un ritmo en el que hacíamos cosas distintas, creo también que porque sentía que por unos días (unos cuarenta días) todo el pueblo formaba parte de una misma obra de teatro. Las mujeres iban a misa con la cabeza más gacha, los hombres también tenían la mirada sobre la punta de los zapatos, pero las mujeres marcaban más su fe y devoción: en los breteles se cosían hojas de laurel secas, en las estaciones del vía crucis se arrodillaban y decían todas juntas con el sonido de un arroyo que baja: “te adoramos Cristo y te bendecimos porque con tu santa Cruz y Muerte redimiste al mundo”. Cruz y muerte estaban escritas en mayúscula y se decían con más acento. También pronunciaban todas las eses como una colmena, esas mujeres podrían haber sido abejas y los cuadros de Jesús lleno de sangre con la corona de espinas, los soldados con látigos, los rostros de las amigas de María, la Virgen compungida, las puntas de las lanzas eran para esas mujeres-abejas el polen de sus flores, la próxima miel, su panal. Todo se exageraba y yo admiraba las actuaciones.
En mi casa mamá prefería horarios fuera de agenda para ir a rezar, un acto íntimo que comparte desde siempre con los hijos, cruzábamos la canchita a la siesta, cien metros detrás de la iglesia y enseguida estábamos en el pasillo rojo que separaba las dos hileras de bancos. La madera barnizada chocaba con la luz de los vitrales de las paredes laterales, el sol hacía una magia con los colores y se formaban arcoiris diminutos en la alfombra o sobre las estatuas de vírgenes, al costado de los candelabros. En el ingreso mamá se persignaba y mojaba sus dedos en el agua bendita de la puerta de entrada, yo no dejaba que me tocara porque me daba asco. Siempre vi restos de mugre flotando, trozos de uñas secas y oscuras como barcos hundidos en un tajamar. Eso infundía más aversión que necesidad de protección divina, decía qué asco en secreto, mamá me clavaba una mirada afilada y cuando giraba la cabeza se le escapaba una risa de complicidad, siempre sentí que mamá aprobaba que fuera distinta, más diabla que santa, más pícara a su amparo. Me encantaba el olor a incienso, el cura vestido con la sotana más larga con más capas y rodeado de monaguillos también disfrazados de santos, el movimiento del recipiente en el que se quemaban las hojas y que largaba el humo mientras se balanceaba. Me encantaba el aire mítico, la representación del sacrificio. Había una saturación que todos respirábamos hasta con las retinas y que nos volvía la mirada llorosa, como si sufriéramos ese tiempo, era hermoso vernos conmovidos. El miércoles santo la misa era larguísima y después hacíamos fila como niños en un cumpleaños esperando la bolsita de regalo, nos marcaban una cruz con ceniza en la frente, salíamos sin poder limpiarnos con el puño. Esa marca parecida a la del ganado, nos hacía mejores. En mi casa esperaba mi papá sin la señal, papá no era tan bueno según los apóstoles y sus evangelios, yo coincidía en esa apreciación. Para mis diez años le pedí que tomara la comunión conmigo y fue su primera hostia, después me dio un poco de vergüenza que fuera el único adulto y después un poco de celo porque era Mi comunión. Me gustaban los sacramentos porque te hacían sentir especial y eso es lo que buscamos todos, pero yo que había nacido última y no tenía ni fotos, era especial porque no heredaba vestidos, me los regalaban nuevos, metían plata en la bolsita y me imprimían estampitas con mi nombre en dorado y la fecha, después las cambiábamos como si fueran figuras de un álbum con mis compañeros y amigas. En Pascua también llegaban mis abuelos a visitarnos, dormían en nuestra habitación y con Cari nos mudábamos a la de los varones, ellos se acomodaban en el living con colchones en el suelo. Mamá sacaba el juego de vajilla que me gusta, todas las piezas tienen un fondo blanco con dibujos en azul y ribetes dorados, fue un regalo para su casamiento y es de las pocas cosas que están como siempre. La casa no, la casa va siendo un lugar al que no quiero volver, me cuestan las paredes descaradas, las grietas que suben como las arrugas en la piel de mis padres. En la cuaresma comíamos cosas que no volví a probar nunca. Empanadas hechas desde la masa por mi abuela, el relleno de mi mamá, la fritura que hacía Tavi, la prolijidad de mi abuelo en el repulgue, el chupín que en ese entonces también me daba asco, el estofado con la presa que hubieran cazado los varones, una liebre, perdices, guazuncho, la polenta sin grumos, suave y cremosa, llena de queso recién rallado, el perfume a vainilla de la crema pastelera, la masa esponjosa de la rosca, el ruido de los huevos de chocolate, los confites incrustados en las muelas. Me gustaba el sol tibio. Las hojas de los árboles cayendo. Los suéter que no picaban en el cuello. La plaza llena de chicos. La misa con gente hasta en la puerta. Los campanazos. Me gustaba que existiese una cosa, un evento, un tiempo que nos hiciera creer que compartíamos algo en ese plural que ni siquiera sé a quiénes incluye, porque quizás hasta sea una ilusión de niña, pero aún así me gustaba porque cuando subía Juanjo a la cruz vestido de Jesús, todos nos espantábamos o hacíamos como que nos horrorizaba pero siento que había un pacto social, algo que se extendía más allá de mí, con las mujeres lloronas nos tentábamos de la risa y con mis amigas nos escondíamos para imitarlas, también esa angustia exagerada nos hacía feliz. En la noche de vigilia queríamos ir a la iglesia para estar más tiempo juntas, no dormir, ver los chicos que nos gustaban, hablar mal de las chicas que no queríamos, hacernos historias, contarnos cosas siempre fue importante, la palabra como sostén y como advenimiento de un pasado que nos iba a seguir encontrando.