Sueños

Un día nos bañábamos con Francisca en un patio de cemento alisado, parecía un piso sucio y yo me desesperaba porque ella apoyaba el pecho contra el suelo, le daba su pulso a la tierra. Después perdíamos cosas por un desagüe que tragaba todo. Ahí me desperté con sed. No anoto nunca los sueños, de este me acuerdo porque la sensación sigue vívida, fresca y real. Todas nuestras prendas yéndose por una alcantarilla.

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Mi hija mayor me confiesa que su miedo más grande es la muerte, que no sabría cómo soportarla, se imagina bañada de plomo, con el peso del plomo. Habla no de su impronunciable muerte sino de los que quiere. Decidimos juntas cambiar de tema, me pasa otro mate y le hace repetir ajjoo al bebé que la mira y se ríe.

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Cuando velaron a la Miller en su casa, con la nieta jugamos en la vereda. Una chica del taller escribió que en la sala fúnebre, cerca del cuerpo del padre, con su hermana y primos hicieron pijamada con los almohadones de los bancos. Me pregunto quién hizo posible que el temor sostenga mordido el tobillo.

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Un hijo nace igual que un miedo. Una mancha que toma el pecho y lo hay de vacío entre los huesos. Un hijo no olvida que los órganos abrieron paso para que entre, para que crezca, para que salga. Sabe de invasiones. De termitas ahuecando el árbol.

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El cuerpo es siempre la primera casa.

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Me acuerdo que una nena que iba a jardín con Pipi tenía una enfermedad sin cura y faltaba mucho a clases, no alcanzó a terminar la primaria. Se llamaba Josefa.

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Llanto de carneros nacidos siempre.

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Desde un ventiluz largo que estaba en la parte del techo de un patio interior, escuchaba los animales que criaba mi vecina. Gallos, gallinas, pavos, cerdos. El degüelle, el cacareo, el relincho humano. Soñaba con pulpos rojos flotando sobre mi cabeza.

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