Hay una tradición literaria que consiste en recuperar pequeños olvidos, dice Georges Perec: “Intentar sacar a la luz un recuerdo casi olvidado, no esencial, banal, común, si no a todos, por lo menos a muchos.” Anoche vi a Silvina Luna y recordé a la otra, la primera que estrenaba su cara en la televisión por los dos mil, cuando yo también era chica. Silvina era fresca y espontánea, más allá de ser hermosa y sexy, era graciosa. Anoche vi otra faceta una mujer luminosa y sabia, unos ojos llenos de agua y de sed, rebalsados. Me gustó verla y escucharla tan serena. Me gustó su fe, su mesura, su amor por el hermano, su reconciliación con ella, con su cuerpo, con su enfermedad. Quise decirle, Silvina siempre hace bien verte. El poder de una mujer que muestra sus capas, la de maquillaje, la de la piel, la fragilidad, sus fortalezas, sus titubeos. “Se dice catarsis o catártico, ¿está bien así?” dijo y se rió, también dijo “no voy a dar su nombre” empezó a contar y casi se le escapa ese nombre. Otra vez la risa. Te quiero, Silvina, como se quiere a una amiga, le dije al televisor.
Me acuerdo que había nacido Pipi y yo tenía dieciocho años, cuando volvía de estudiar me encerraba a darle la teta en una casa alquilada con su padre, el techo era de machimbre y se escuchaba todo lo poco que pasaba afuera y por eso, porque no era mucho, es que se escuchaba tanto. Era 2001, yo estaba llena de silencio, miraba Gran Hermano y Silvina Luna engordaba en la casa, yo adelgazaba como nunca. Ella hacía pis en el patio y se reía. Yo una vez tuve que salir a mear en el campo porque el baño me daba asco. Silvina tenía dos años más que yo y una vida llena de cosas por hacer. Yo solamente podía viajar a estudiar y volver a casa con mi beba, aprender a cocinar, a lavar los pisos. En esa época leí La Ilíada y La Odisea. No entendía casi nada. Me gustaban las clases de mitología griega y latina y la profesora. Ese año descubrí la palabra “orgasmo”. Dos amigos sentados en los bancos de la facultad comían alfajores, Nati dijo “esto es orgásmico, me dio vergüenza no saber qué decía.
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Nos gustaba usar los epítetos, con mis amigos decíamos “el de los pies ligeros” para alguien que iba apurado, aguerrido, valiente en combate, domador de caballos, fecundo en ardides, la de níveos brazos para cada uno aparecía alguien. Nos gustaba usar (y mal) las oraciones de latín “las bellas puellas”.
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Éramos crueles a escondidas, me acuerdo de una chica con dientes grandes, de otras que siempre nos pareció bruta, de una que vivía sometida a un novio que la engañaba, me acuerdo también de una que quería levantarse a un profesor, de dos, una linda y otra que nos parecía prostituta de profesión como con seriedad. Me acuerdo de la risa adentro, entre las costillas, apretada.
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Me acuerdo de contar cien fititos en una competencia entre mis amigas en la escuela primaria. De pasarlas a buscar en el Fiat 600 rojo de mamá para ir a clases en secundaria. De venir a Paraná en su Corsa, de un viaje que llovió torrencialmente. Ella tenía una cena con su promoción de la Escuela Sarmiento. Me acuerdo de retarla.
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Cuando llegaba de viaje en colectivo desde la facultad, mamá me esperaba con un tupper con comida y me devolvía mi hija toda limpia, cansada, comida y bañada. Yo seguía siendo su hija y la mía, un poco, también. Un día reté mucho a Pipi me dijo “yo quiero más a la Oli que vos.” Me acuerdo que le respondí furiosa: “yo también”.