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Sin medías mejor, dice un nene pero la madre insiste desde afuera de la sala blanda de juegos que así sin medias sí va a poder subir el tobogán. Lo que le gusta al chiquito es resbalar. Disfruta de no poder. Mi hija se cuelga de cocos de colores rellenos de guata. Giran desde una palmera. Me hace las mímicas de mono, me grita con sonidos animal, con euforia, con rugidos. La infancia es una jungla.
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Busco las marcas del peso sobre las cosas. Sé de pies que estuvieron en la arena por sus huellas, de camiones que aplastaron el cemento hasta marcar sus huellas, sé de los cuerpos sobre las camas, la cabeza en la almohada. Una hija salpica el baño mientras se ducha, otra pierde pelos por donde camina, el bebé ya tiene sus formas de marcar su peso, su cuerpo, sus babeos, su aroma. Los rastros necesarios para reconstruir vida.
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En el frente de la casa de mis padres había dos fresnos. Todos los otoños la vereda, el cordón, los canteros de los helechos, el jazmín del cielo, los techos fríos de los autos estacionados quedaban cubiertos de hojas amarillas. Desde el techo de casa, al que subíamos para destapar las canaletas que arrastran el exceso de agua por el garage, se podía ver el charco de hojas. Un estallido como de sol desflecado, un manchón amarillo desprolijo, el primer dibujo del sol hecho por un niño, una colmena quieta. Las hojas caídas del fresno podían ser muchas cosas como la borra del café en el fondo de la taza. La lectura teñida por nuestras ganas de ver algo más. La forma del deseo en clave dorada.
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Un poema de Alicia Genovese se pregunta por el estallido del jacarandá con sus flores violetas.
¿Qué se sabe del corazón
de los jacarandás
antes del estallido en ese azul,
que se nombra violeta
que se nombra celeste,
seda incuestionable
si la dejás brillar
desde tus ojos?
¿Qué se sabe
antes del derrame
en la catarata intempestiva
de noviembre, antes
de la suavidad
sobre las veredas ásperas
cuando el tiempo
se retrae
en su más simple felicidad?
¿Qué
de la claustrofobia en el frío,
del murmullo enloquecedor
en las ramas, antes del azul
cuando la flor futura
abre su herida
y se adueña del espacio?
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En la casa de mis padres queda un solo fresno, al otro hubo que sacarlo cuando levantó la rampa del garage. Las raíces eran enormes, un pulpo creciendo bajo el cemento, algunas sobresalían por la tierra. Un árbol puede seguir creciendo aunque ya no esté. Mamá nunca dejó que los municipales los podaran, decía que podían matarlos, tenía fechas para eso. Tampoco que pintaran el tronco de blanco como hacían con los de la canchita y los de la plaza. Todos los otoños juntaba las hojas en una montaña para los nietos. Cuando volvían de la escuela saltaban hasta enterrarse, volvían a barrer con ella las hojas desparramadas y rotas, volvían a subir la montaña, eran niños por más tiempo que el que el tiempo les daba. Un otoño puede durar toda la vida.
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