Me gusta ver a mi hija de dos años sentada en el escalón de la entrada (o salida) de casa. Me gusta porque ahí yo puedo estar sentada con ella, descalzarme o seguir de pijama, dar la teta con los muslos frescos por el frío que guardan los cerámicos a la sombra. Francisca asoma el torso para ver qué perro ladra, decimos juntas qué hinchapelotas son esos de enfrente que siempre siempre están toreando. Me gusta que nombre las cosas como lo hacía yo, y que permanezcan usos caseros del lenguaje. Estar en la entrada es permanecer en el refugio del techito si hubiera lluvia o mucho sol o mucha soledad en la noche. Me gusta estar en la puerta porque es como estar recostada sobre las piernas de alguien querido, tener la compañía de la casa, la cercanía de poder volver a buscar algo que se nos olvidaba, la posibilidad de recurrir al baño antes de salir por última vez, el refugio a mano. Mi hermana lavaba la vereda a baldazos, lo hacía con tanta gracia que contagiaba las ganas, no era la postura desahuciada de quien limpia porque no queda otra, era el entusiasmo del carnaval en el barrio, de la bombucha gorda que no golpea. Ayer vi un tumulto de estudiantes frente al CGE, todos tenían las remeras hecha sopa y las caras de exaltación. Estaban reclamando por la ola de calor y las condiciones de la escuela pública pero lo hacían con tanta alegría que me pareció más hermoso. Se tiraban agua y cantaban, gritaban por sobresalto y por juventud, los grandes dejamos de gritar con ese tono alborotado. Lo hacían en la puerta del edificio emblema de "lo educativo" en nuestra provincia, en el ingreso donde están los escalones y las garitas de colectivo, frente a la fuente de la Casa de Gobierno desde donde flamean las dos banderas: la argentina y la entrerriana, frente al cajero automático que siempre tiene más tickets tirados en el suelo que en el basurero y que se queda sin billetes enseguida, frente al Poder Judicial donde la mayoría de la gente se mueve con ganas de parecer más de lo que son, más abogados, más interesantes, más ocupados, más apurados, más perfumados, más atormentados, más desestimados. Un punto de la ciudad desde donde uno puede pararse a encontrar todos los gestos humanos, a oler todas las gamas y escalas de los olores de caños escapes y sudores, de cremas en las caras, maquillajes, colonias, desodorantes de oficinas, palo santo y aceites contra la mala energía. Una nariz caída en el fondo de una olla. Y los chicxs ahí gritando el calor y las aulas sin ventilador, la escuela sin agua, el personal de maestría sin lavandina, los funcionarios blindados con cortinas block out y aires acondicionados atenuando el rumor callejero. Me gusta mi hermana y su insistencia, ahora saca la manguera verde y moja las baldosas los días permitidos para lavar la vereda y salta como esas langostas flacas que parecen chapotear en la lluvia, y la tierra va drenando el charco rápido y aspiramos apenas esa imitación de olor a lluvia que nos gusta sentir porque parece que estuviéramos descalzas en la casa donde crecimos. Mamá compraba fiambres y papá el pan fresco, armaban sandwichs y sacaban los sillones al frente de casa, le decíamos “tardecita” a esa hora en que empezaba a esconderse el sol que coincidía con el encendido de los bichos de luz, las chicharras cada vez más calladas, los grillos asustando nuestros tobillos, el espiral encendido sobre el plato de loza, las bandejas encima de la mesa plegable de camping, los vecinos cruzando, las vecinas en la misma escena desde el frente de su casa en la misma vereda, las rutinas ajenas tan familiares como la propia, la cúpula de la iglesia con su reloj lento, el contrafrente sucio de la escuela, los arcos de la canchita vacíos, las ruedas de las bicicletas frenadas con la suela de la alpargata en la verdulería. Me gusta que mi hija de dos años me siente con ella en el escalón que no es entrada ni salida, charlar sobre el calor y los autos que van rápido, indicarle que hay que esperar ahí, no moverse tanto y que hay que mirar bien, la calle y todo lo que pasa desde la puerta para que no se le olvide.