lunes 20 de marzo de 2023
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Una mirada desde la alcantarilla

Mientras las calles no cambien

Escribir es dialogar: charla implícita con Tillie Olsen

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Las calles permanecen iguales, hay algunas cosas imperceptibles que se modifican, mamá me cuenta que en su cuadra la luminaria ahora es led y enfoca bien la casa, que antes parecía la boca de un lobo, “daba miedo” agrega para reforzar la intención y la oscuridad. Creo que se llamaba San Nicolás el camino de broza en el que había silos enormes. En esa zona el olor y el afrecho de las semillas le daba una atmósfera de otro tiempo, era como pasar por un tramo de una película en sepia. Hace poco vi un informe en una aldea menonita, las cosas se veían con ese aire lleno de polvo. Si seguías esa calle hasta donde dejaba de ser ciudad, en el tanque de agua gigante de La Loma, empezaba la ruta de tierra que pasaba por el Hogar de Jóvenes, siempre asumí que esa era una zona peligrosa, que había chicos con problemas que se escapaban a robar o que podían violar chicas. Escuché frases así en todos lados siempre, no podría poner en una boca el prejuicio, era una verdad que todos conocían y que nadie cuestionaba. Creo que esos témpanos de aseveraciones se rompen como una capa de helada sobre un parabrisas, marchando hacia otro lado que te despeje, entrando en otro clima. El camino también llevaba al campo de una chica de la escuela que tenía una camioneta roja toda cascoteada. La mamá la llevaba a Viale todos los días a la escuela y ella empezaba a invitar amigas o conocidas de la plaza para que fueran con ella a dormir a su casa, a mí nunca me dieron permiso porque no conocían a su familia, pero muchas de mis amigas sí iban en grupos. Contaban que se sacaba los mocos y los pegaba en la pared, se reían de las muecas que hacía con la cara. Yo lamentaba siempre perderme esas distracciones que, en un pueblo, eran prometedoras.

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Una vez nos persiguieron toros, estábamos en un campamento de Scout en una estancia cercana a la ciudad, apenas a unos cinco kilómetros del centro. Me figuro el campo como un espacio de aire abriéndose entre las casas de las últimas hileras de Viale, nunca nos costó llegar, decir ir a la plaza, ir al supermercado, al hospital o al campo era más o menos igual en términos de distancia y logística. Mi vecina Ramona y su madre Doña Inés trabajaban en una granja y llegaban todos los días caminando. Teníamos doce años y estábamos buscando palos secos o algo que pareciese que explorábamos, atrás de un alambrado escuchamos el bufido y gritamos, aparecieron las guampas junto a la mirada furiosa del animal, corrimos y lloramos. Una contaba la historia exagerando una escena y todas asentíamos, creíamos que su relato era más verosímil que haber corrido por escuchar algo, después supimos que eran vacas pero nunca lo asumimos como cierto. Nos corrieron toros, una se cayó, la otra pudo levantarla justo antes de que la ensarte y demás. Así se cuentan las historias, haciendo zoom en los detalles y agregándole puntadas coloridas para que el lector las crea mientras lee.

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Tres veces Francisca fue hasta la puerta que da a la calle y la abrió sola, siempre mantengo con llave pero el descuido lo habían tenido en casa, para que no se acercara más le conté la historia del tipo que se lleva nenitas que andan solas. Para que no suba la escalera sin estar acompañada, otros descuidos que no me adjudico, le conté del monstruo que vive abajo donde guardamos cosas que se usan poco, ahí vive y está al acecho de las piernitas si suben o bajan sin permiso. Supongo que muchas cosas que me prohibieron de chica tenían esa misma raíz, la de zurcir un temor para evitar un daño, también supongo que descubrí todo tentada por conocer la verdad o por transgredir la palabra sagrada de la madre o por tentarme junto a mis amigas. En la plaza frente a la escuela había dos arbustos grandes que tenían las copas unidas que entre los tallos formaban una cueva, ahí no nos podíamos meter porque los varones lo usaban de baño, había olor agrio desde que te acercabas. Para nuestras madres, ahí se escondían degenerados. Esa era la forma de llamarlo, la guarida de los pervertidos.

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Pienso que las voces que tejían redes como una telaraña para sostenerse en el salto al vacío la hacían las madres y que los varones (padres, hermanos o amigos) impulsaban el riesgo: animate, pedaleá más rápido, dale que yo te miro. Supongo que las construcciones de las identidades, la del varón siempre al frente con coraje y la de la mujer asumiéndose expuesta a distintos peligros desde chica, también va fortaleciendo la fábula de nuestra fragilidad y protegiendo la imagen del macho que puede excederse porque está en su naturaleza, el varón puede hablar más fuerte, tomar las decisiones económicas, mantener su ritmo de vida sin que lxs hijxs alteren su rutina, aparecer para comer y dormir, porque las cosas serias quedan afuera, donde él anda, y lo doméstico que lleva más tiempo y desgaste le corresponde a la mujer que se ocupa de esas “nimiedades”.

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Hay un cuento de Tillie Olsen que leí este verano, se llama Mientras plancho y está en el libro Dime una adivinanza que publicó Las afueras. La madre de Emily tiene que planchar para mantener a su hija y a ella, no puede estar siempre en su casa, así la vida de la hija se va complicando. La nena tiene asma o se refugia en enfermedades inventadas para no ir a la escuela, ella no puede cuidarla y se lo permite, eso implica que la chica no se desarrolle intelectualmente como las otras nenas de su edad. La madre plancha, es madre como puede. Tiene la revancha de ser mejor con la última hija que nace cuando ella tiene una pareja que la acompaña, la nena nueva es feliz y le demuestra su alegría y eso la alegra. Como contracara está Emily que es dura y seca. La madre se acuesta sobre el filo de la culpa que le punza la espalda toda la noche, durante todas las noches.

“Yo era una madre joven, una madre descentrada. Había otros hijos creciendo, con sus demandas. Su hermana pequeña parecía todo lo que ella no era. Hubo un tiempo en que no me dejó tocarla. Se guardaba demasiadas cosas, la vida que llevaba le hacía guardarse demasiadas cosas. La sabiduría me llegó demasiado tarde.”

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Me acuerdo de secarme la cara cuando lo terminé de leer pero no de estar llorando. Ya había leído de la autora Silencios, un ensayo lúcido sobre la posición de las mujeres en la literatura y la diferencia de los escritores y del prestigio de sus textos dentro de la literatura universal. Pero la ficción tiene una puntada más honda, una forma de llegar a lo más profundo que se despliega en resonancias que se amplían como las ondas de algo que entra al agua, una charla que podemos entablar las mujeres mientras planchamos, damos la teta o dejamos de dormir para pensar en silencio.

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