jueves 28 de marzo de 2024
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Una mirada desde la alcantarilla

Los años

El paseo de la memoria

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Por Belén Zavallo

La plaza de la Loma quedaba lejos pero era la que tenía una vista privilegiada. Con Sandra montábamos un tacho de aceite enorme sostenido por cadenas que parecía un toro. Ella me señalaba por el alambrado, que allá, después del trigal siempre dorado, estaba el campo de sus abuelos, que su papá trabajaba ahí. Creo que no conocí nunca su campo pero fuimos íntimas amigas y nos vimos el cuerpo creciendo y cambiando, desnudo y vestido, durante años. Creo que la amistad es también como ese horizonte de espigas que no termina. Ella se reía y las líneas de los ojos se alargaban, su papá también tenía esa misma disposición a la alegría, creo, o era que cuando la veía la miraba con los ojos riéndose. Con ella, con Muri, Gloria, Gisela nos seguimos tentando por cosas graciosas para nenas aunque ya no lo seamos, ni nos veamos más que dos veces por año, o una, o ni sola vez.

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La distancia que separa el pasado del presente quizá se mida por la luz esparcida por el suelo entre las sombras, deslizándose por los rostros, acentuando los pliegues de una falda, por la claridad crepuscular, sea cual sea la hora de la exposición, de una foto en blanco y negro. Dice Annie Ernaux en Los años.

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La plaza San Martín tenía un juego que consistía en manijas colgadas de cadenas sostenidas por una columna de hierro que arriba tenía un engranaje que permitía girar. Teníamos que elegir una dirección, correr tomadas con las dos manos e ir dejando que la velocidad levante el cuerpo como si fuera una servilleta movida con elegancia en un regazo, después dar zancadas en el aire para sostener el vuelo. Cuando alguna se soltaba de las manijas por el sudor sobre el óxido, las cadenas podían golpear sobre alguien, pero teníamos medidos los efectos de nuestros movimientos. En las hamacas también llegábamos a un punto tan alto que nos soltábamos para caer varios metros adelante. En algún punto, pienso, éramos chicas con ganas de ser pájaros, creíamos en algo que nos suspendiera por encima del suelo a fuerza de riesgo y de impulso. Y de hacerlo juntas.

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Después de reventar las rodillas, de abrir las suelas de los acordonados Kickers, de descoser las tiras de los buzos Adidas para educación física, de abrir las costuras de los equipos de tela de avión de dos colores combinados con la campera, de envolver con papel de Tita o Rodhesia dientes para que parecieran hechos por dentistas modernos. Después de dejar de llevar ponys para los recreos, de agolparnos a hacer la fila para comprar facturas en el segundo recreo, de gritarle a la vecina de la escuela “Amanda” y de reirnos escondidas de su cara. Después de tomar distancia con la medida de un brazo sobre el hombro, de encontrar nuestro lugar según nuestra altura, después de erosionar la emoción por tomar la hostia, de empezar a sentir que el ruedo del guardapolvos era muy largo, que podíamos mostrar más de las piernas que solo el fragmento de la pantorrilla cubierto con medias tres cuartas blancas, después de conocer el uniforme de la secundaria con pollera azul y camisa, de aprender a hacernos el nudo de la corbata como se lo hacían algunos padres, de salir media hora antes después de haber comido apenas algo para no tener panza, después de conocer la sensualidad de nuestros movimientos, el pelo brillante devolviendo el sol dentro de la iglesia en la misa inaugural del ciclo lectivo de 1996, después de entender que una vez al mes a algunas chicas ya se las notaba distintas, con cuidados exagerados sobre su pelvis, después de ver la silla de Lucía manchada con sangre, de sus permisos al baño con campera atada a la cintura y caminata rápida, de reconocer el significado del paso apretado cuidando que no se caiga un nido. Nosotras empezamos a saber que el cuerpo dejaba la infancia, que nuestra carne constituía una fuerza y una fragilidad, aunque un pecado siempre acechaba nuestra lengua, lo molíamos como si fueran granos del trigo que antes mirábamos desde el toro de metal. Las distinciones que venían de la época de nuestras madres sobre el recato y los modos dejaron de importarnos, si los varones nos decían un insulto, les respondíamos pajeros; si nos apretaban sobre la reja del quiosco de Mazu, le clavábamos un codazo en las costillas. Nos faltaba enamorarnos, ahí volveríamos a ser pichones sin plumas, con la necesidad del pico bajo otra ala, ya no la de la madre, ya no la risa en los ojos del padre, íbamos a ser lacias de nuevo y a dejarnos arriar hacia dentro de un cerco con alambre. Pero no por mucho tiempo.

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En la mesa de celebración de los diez años de recibidas íbamos a estar otra vez sin alianzas en los anulares, quizás con otras nuevas relucientes, con hijxs grandes, con panzas nuevas, con parejas desconocidas de las que no supiéramos nada, sin los datos familiares que siempre tuvimos de todos como un mapa por compartir el pueblo. Nos íbamos a burlar de la inocencia, sin saña, con la ternura justa para reivindicar la historia que nos hizo únicas y predecibles. Algunas sintiendo con pena el fracaso de la otra, por quedarse a vivir lo mismo que sus padres, otras por haber cruzado tantas vallas para terminar solas, otras olvidando el triunfo o el fracaso, cautivando la alegría del recuerdo, retomando la entonación que avergüenza fuera de la mesa para decir “pero qué bolacera”, con la tierra metiéndose de nuevo entre las muelas. Las bocas llenas de saliva por las ganas de hablar más y con entusiasmo, las envidias limadas como callos de otros pies, nosotras las que salimos de una misma ciudad, volviendo a un patio refaccionado de una escuela para mostrarnos en quienes nos convertimos o para escondernos y suspender la invitación. Algunas seguiremos queriendo de verdad saber de la otra, con amor, de otras nos gustará la sorpresa por el camino que tomó. Pero hay una fuerza en el lenguaje que nos ata, una forma de decirnos para nombrarnos y ahí como abriendo capas de una cebolla entender el por qué. La que heredó de su familia un pedazo de tierra o de destino, la que quedó huérfana de todo, la que a hachazos abrió un rama nueva en su árbol genealógico.

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“La memoria de los otros nos ubicaba en el mundo.” Leo en la misma escritora francesa y mucho mayor que yo, pero que me atrapa porque su evocación de los tiempos y de su historia me interpela, como sólo puede hacerlo la literatura, cerca de la verdad construída desde la memoria y el olvido.

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