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En el pulgar de la mano derecha tengo una marca desde los once años, algo de vidrio que no recuerdo y la astilla enterrada latiendo por días. Para sacarla tuve que maniobrar agujas, abrir la piel gruesa, hurgar entre la zona donde el dedo se dobla. Me operé la astilla sola, sin impresión, controlando el dolor que podía soportar. Unos años después, a los catorce, me caí y abrí la pierna, antes de llegar a la rodilla, después la pera rajada como una guantera, quemaduras en los pies, ampollas en los empeines durante el invierno, las gasas furacinadas, los nervios en la mandíbula. Las marcas del cuerpo siempre me recuerdan el pulso caliente alrededor de las cicatrices.
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Las espinas eran las peores. Duraban días en las plantas, las rastreaba pero se confundían con la tierra. Andábamos descalzas todo el verano y frenábamos como por un cimbronazo cuando una nos pinchaba, entonces, encontrar la forma de quitarla era un asunto de todas las que andábamos juntas. Apretar con las uñas deslizándose hacia el punto oscuro, empeñarnos en las distintas técnicas, una ajustaba más las yemas, otra enterraba la uña fina que se doblaba como un sable. Nos decíamos que siguiéramos, que no pisáramos con ese lado del pie. Nos reíamos de la nueva renga y al rato volvíamos a inclinarnos en un cordón, la rodilla como una escuadra sobre la otra, las caras ya más distraídas menos la de la víctima de la espina que si se cansaba de buscar pedía ayuda.
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Durante una época se usó decir que las verrugas en las rodillas y en las palmas salían porque había quedado una espina sin sacar. Después que la leche de las higueras las curaban. Yo sabía de un árbol de palta enorme atrás de la casa parroquial, también ahí vivía el bicicletero que tenía una especia de tapera escondida, no me acuerdo el nombre. Conocía el patio del carpintero que tenía huerta y que protegía la tierra con aserrín. No sabíamos dónde había higueras así que, como por un pálpito, recurrimos al suelo. Había un yuyo que tenía flores amarillas y abrojos, los mismos que desprendían las espinas. El tallo de esos pastos tenía la misma leche de la higuera así que cortábamos más cantidad para estrujarlos, las manos como si tuviéramos las pinzas de hormigas. Había que apretar para que saliera la plastilina blanca que cerraba las heridas. Nos pegoteábamos los dedos sin preocuparnos, éramos zapateras de nuestras pieles.
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En el patio de la Lela, la modista, creo que había una higuera. Tenía un rectángulo del patio sembrado de amapolas o de flores que parecían así de frágiles. Siempre había mariposas en su patio. A mis dieciocho la Lela me bordó el vestido de la recepción a mano, yo quería un top y una pollera, pero la parte de arriba tenía que tener flores bordadas. Con mamá compramos la tela en Santa Fe y las piedras, eran muchísimos canutillos que venían en bolsitas mínimas. Después la Lela lo cosió durante meses. Hace un año me lo volví a probar y a fuerza de ajustar las costillas, me entró. Sentí el pecho agitado. Los latidos de la juventud volvieron por unos minutos. Mi hija mayor lo guarda como si fuera una joya. Me gusta que sea un vestido libre, que no tenga más que la historia entre mujeres que creyeron en la belleza de las cosas inútiles. Una prenda hermosa para una sola noche.
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