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La mamá de Fernando Báez Sosa aprieta las mandíbulas antes de hablar, parece que ajustara la trampa para no dejar escapar monstruos. No quiere largar la maldición que se asentó en su lengua desde hace tres años. Después de invocar a su hijo, habla, dice que Fernando es la única víctima, dice que su hijo había decidido donar sus órganos y que lo pensó como un futuro lejano cuando renovó su documento. Dice, mientras trozos de dientes se van moliendo, que los órganos de Fernando quedaron tan destruídos por la golpiza que le propiciaron los rugbier que no sirvió ninguno, que ni siquiera muerto pudo cumplirle la voluntad de obsequiar algo de su vitalidad. Que a su hijo se lo mataron hasta reventarlo. Un puré de hijo en la boca de la madre que dio las primeras papillas a su bebé. Nadie puede tragar después de escucharla pero hubo uno de los asesinos que lamió sus nudillos llenos de sangre de Fernando.
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Estamos con mis hijas en el living, miramos la tele, Pipi está sentada tomando gaseosa al lado de una amiga y Francisquita nos va repartiendo sus juguetes. Le pide a Zara que le haga noni al peluche, que le ponga una curita que se lastimó, le pide prestada la amiga a su hermana e instaura una atención de hija menor que me resulta conocida, una necesidad de que ese tiempo no se acabe. Por eso me distraigo y apaciguo la angustia. Las chicas lloran. Escuchan a los padres de Fernando de fondo y aunque no se detengan en nada de lo que venían haciendo, sacar un pochoclo del bowl, sorber otro trago de coca, agarrar un oso; la tristeza se filtra porque nada se siente tanto como la muerte violenta, como la vida truncada por la saña, como la impotencia de reclamar un derecho.
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Los días son como cualquiera hasta que una fecha se vuelve única, la hora irreversible, el tiempo que cambia el tiempo para siempre. Ayer se cumplieron los tres años del crimen. En una de estas fiestas pasadas, uno de mis hermanos dijo “se mató la hija de”, un suicido en navidad mientras el mundo se pliega a una celebración. El primer día de enero en Larroque, Alexander Reverdito salía de bailar cuando Conrado Gonzalez lo frenó para pegarle. Le dio tantas piñas que Alexander apenas pudo llegar a su casa a acostarse, no contó nada pero al mediodía su cuerpo empezó con convulsiones y después la implacable rigidez de la muerte. La madre dice en televisión que destruyeron su vida. Nunca se separa la piel de la madre de la de un hijo. Un parto inverso en el que nace un dolor sin fin. El lenguaje en un precipicio.
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Cuando dábamos el caso de la crónica periodística en las clases de Graciela Ganetti, leíamos casos en donde lo aberrante generaba el acercamiento del lector, un anzuelo tirado como con mosca a ver qué enganchaba más. A Lucio Dupuy lo mató la mamá con su novia. No puedo leer nada del caso, no soporto el relato. Hay una expulsión en lo antinatural del vínculo. Sin embargo, conozco de padres que han sometido a sus hijxs, pero la madre no puede en mi representación mental convertirse en la asesina, la mujer nunca puede ser peor que el hombre y sin embargo.
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En Una madre es un piano triste de María Malusardi, la poeta va enhebrando el deseo de gestar con la mirada hacia su madre y abuelas, las pérdidas de embarazos y la construcción del lenguaje desde la boca materna.
“la sintaxis familiar descansa en la fragmentación del cuerpo: la poesía infierno de mis partes así somos las palabras
en cada cuchillo una familia se defiende de sí misma.”
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Este fin de semana se cumplen seis años de una fecha nefasta. Mi útero me lo recuerda y se contrae. Reviso el calendario mental. Ese suceso inauguró otra escritura y la novela Las armas habla en ese tiempo, durante y por eso me cuesta releerla. No podría tampoco reescribir ni una sola línea de esa obra porque ya soy otra que puede decir sin quebrar las muelas del dolor. La palabra habilita la justicia cuando la voz que se inaugura es la desplazada. Hay una elaboración del duelo que es posible gracias a abrir un discurso, me dice Manu. En las calles de Dolores peregrinan y rezan, un tránsito similar al vía crucis, una imagen recurrente que se me asienta cuando veo el sacrificio de una vida que amputa una familia. La madre y el padre de Fernando alzan el tono para hablarle a la gente que se suma al pedido de justicia y también hablan con su hijo sin intermediarios. Hablan y un país los escucha y se une a ese ruego, se rasgan las gargantas. Hay un poder en la palabra y una fe puesta en ella, después están los otros poderes como el judicial que nunca alcanza y que suele inclinarse hacia el lado equivocado, con este caso también hay una posibilidad: la de sacarle la mudez a los debilitados y la de unirse al grito para que la vida cambie.
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