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No hay agua en Paraná. Tampoco hay clases porque no hay agua y nadie dice mucho al respecto. El sábado llevé a mi hija a una clase particular por La Toma, vi el agujero en la tierra, los hombres metidos como hormigas trabajando dentro del barro. Una vecina se acercó con vasos de plástico de colores distintos con algo como té o jugo o café.
Vasos acumulados de distintas fiestas para los cuerpos ennegrecidos.
Y las manos se estiraron iguales que raíces que escapaban de la tierra.
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Mi tía me pregunta qué quiero tomar y saca agua de la heladera y la calienta en la pava sobre la hornalla con fuego azul. “No hay agua, nena, pero yo tengo acá” me dice, y llena la pava. Me acerca un termo y un mate con yerba del Uruguay que no va a poder conseguir más. Acomoda en tres platos sándwich de miga simples y triples, masas secas con alfajorcitos decorados y torta con frutilla. El día anterior fue su cumpleaños y no pude estar en su fiesta pero me prepara otra como si fuese mi celebración.
Mi hija se sirve un pedazo de torta y come los terrones que se desarman. Me pide que ponga música en mi teléfono, baila y le da su manito de dos años a mi tia de setenta y las dos hacen una ronda en la cocina.
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Dice Olga Tokarczuk:
“La ternura es la forma más modesta de amor. No tiene emblemas o símbolos especiales. Aparece cuando miramos de cerca y con cuidado a otro ser, a algo que no es nuestro “yo” pero donde nos descubrimos a nosotros mismos”.
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Hay un poema de Sharon Olds que recupera los primeros días después del nacimiento de su hija. Se llama Primeras semanas. El poema es narrativo y hermoso como todo lo que escribe la poeta. Después de parir, de ver el cuerpo azulado de dos kilos setecientos, de que alguien lo limpiara, de llevar a su pequeña a la casa, de amamantarla y hacerla dormir siestas dice:
Recostada en el hueco de mi brazo, se alimentó, y
me miró como si me recordara,
corno si me hubiera conocido, y yo le gustara, y estuviera
recuperando la memoria. Cuando me sonrió,
un rictus delicado como la llegada del dolor del parto,
me enamoré, me volví humana.
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Anoche Francisca silbó sobre mi ombligo. Su aire vibró sobre mi piel. El ruido le dio risas y volvió a hacerlo. Sabe lo que puede sobre el bebé que crece y que será su hermano. Grita “Hola, Puchi”. Otras noches dice que la panza está vacía, que no hay nada y se monta encima para saltar como si con sus piernas aplastara uvas. Después se duerme con la frente sobre la curva de mi nariz.
Cabezas de cisnes que se miran con los ojos cerrados. La ternura se mete por los párpados.
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