viernes 29 de marzo de 2024
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Una mirada desde la alcantarilla

La mitad asomada de cada cosa

Un poema y un recuerdo

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Crecimos en un pueblo sin edificios, sin ascensores, sin colectivos de línea porque todo nos quedaba cerca y a su vez, sentíamos que había cosas que se nos alejaban aún más. Con mis amigas hubo una época en que subíamos al techo de casa, nos gustaba ver los patios con sus fondos verdes como retazos de una manta que se iban cosiendo o retorciendo hasta formar un paisaje roto. Nos gustaba más no ser vistas, había pocos lugares para esconderse, si alguien te veía se enteraban todos de lo que estabas haciendo y eso se magnificaba. Por eso subíamos al techo, escondíamos un atado de Marlboro en las bases del tanque de agua y ahí abajo de ese techito prendíamos un cigarrillo que apagábamos y volvíamos a encender otro día. Me acuerdo del olor del tabaco húmedo y viejo, de las primeras toses, de los ojos evitando las caras en las bajadas a la tierra llana, en el mismo de las caras acusatorias de nuestros padres. En los bordes de las columnas escribíamos con trozos de cascotes los nombres que amábamos, una declaración a cielo abierto que la lluvia o el viento desgastaban al ritmo de nuestros cambios hormonales, hacíamos corazones traspasados por flechas, elucubrábamos los mejores planes para los encuentros casuales, para cruzar la misma calle, para estar en la misma fiesta. Cosas que nos pasaban pero nunca cómo queríamos. Es difícil crecer sabiendo que te espían. Y que vos también formás parte de la vigilancia de la otra mitad del pueblo.

*

Todas nuestras cosas se sabían y si no se inventaban. Vivíamos bajo el único murmullo de un chisme que arrastraba años y caras más o menos conocidas. La hija adoptada que mentía en todo a todos, la que vivía entre la guerra de sus padres, la que robaba plata a su abuela, la que mataba gatos por puro gusto. Había veredas que no pisábamos, gente que asumíamos loca, un hombre grande que se decía que tiraba billetes a la salida del banco para que los pobres se arrastraran a sus pies. Todo pueblo es un libro infinito de historias.

*

Hay un poema de Sonia Scarabelli que me encanta. Dice:

Aparece de pronto en la puerta de la cocina,

un lado de su cuerpo queda oculto y pienso

en nosotros mismos y en la mitad

asomada de cada cosa.

Cortada al medio por la celosía

de madera gastada, y con sonrisa

de mona lisa —que dicen no se sabe

bien de qué sonreía—,

sale a la luz, y en la gracia del gesto

se retira un poco al mismo tiempo,

como avisando: algo pasará

y me veré distinta, pero ahora

soy yo en esta sonrisa que te mira

con amor, como si fueras todavía

la hija que crié y tuve entre mis brazos.

En ese instante justo,

mientras está así parada vuelvo

la cámara de fotos hacia ella y, clic,

ahí queda suspendida

mirándome a los ojos, su sonrisa

que no sé, o el misterio

oculto detrás de la mitad

asomada de cada cosa.

Enseñanza también del otro lado

que no vemos y es, como la vida,

una mitad que se ilumina y ciega

de pronto hacia la muerte,

como ahora la parte

secreta de la madre.

*

Una vez llegué antes de lo previsto al departamento en el que vivíamos con Pipi, subí las escaleras y escuché sus pasos de potrillo, como escabulléndose de algo. Sentí el olor a cigarrillo y me di cuenta enseguida que estaba haciendo lo que yo ya había hecho a su edad. Otra vez la miré por la ventana, era una mañana calurosa de domingo y caminaba con tacos, se doblaban sus rodillas. Tuve un enojo exagerado, las madres nos reprochamos lo que hacemos mal nosotras y lo que hacen mal nuestros hijos y también hay un morbo en esa confirmación: todos fallamos a todos. Otra veces la miré hasta entrar al fondo de sus ojos, hasta decirle como si estuviera insertando una astilla que me costaba creer que fuera mi hija, “todo lo que yo no soy te acompaña” como dicen los versos de Gianuzzi, quería decirle que se volvía extraña mientras más decisiones tomaba sola, que se volvía una mujer que admiraba, que se convertía en un misterio, en algo que asomaba como la primera vez de mi cuerpo.

*

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