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No me gusta correr pero conocí una sensación por estar corriendo durante un tiempo que considero no linda pero sí necesaria. Algo del cuerpo que se fuga, un despegue que tiene que ver con la sensación de velocidad, yo nunca corrí rápido ni lo hice con goce, corrí como una prueba porque había dejado de fumar y quería saber qué se sentía. Quería entender por qué había cada vez más gente cerca mío que no solo corría, hablaba sobre correr, compraban cosas para correr. Y para probar que mis pulmones recuperaban capacidad. Eso: algo que tenía que ver con el oxígeno.
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Para correr algunos tenían grupos, otros entrenadores, otros una rutina con variaciones de ritmos y tiempos, a mí todo eso me parecía una locura. Salir a correr ya no era distenderse sino probarse. Era estar atado a una pulsera que contaba las pulsaciones, a un reloj que media la distancia, a un camino que aparecía en la pantalla con el mapa y las cuestas. Un centro de control que alejaba el despeje, o bien una obsesión que nacía nueva y llena de adrenalina. Algo que nunca entendí, entre el océano de cosas que no entiendo.
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Las madres necesitan de la fuga, no para siempre o sí algunas pero esas son las llamadas “malas madres”. Los padres lo hacen seguido y son solo padres. Pero las madres que pueden abrir una cerradura y escapar unas horas son más felices o vuelven mejor. Una clase de gimnasia, pilates, yoga, una merienda sola en una casa de té, una tarde de spa, una ruta y un auto y al costado campo. Hay días que lo único que quiero es sentir que se mueve un alambrado al costado, que se estira un arco y que soy la flecha.
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Amamanto, escribo, leo. El movimiento en los párpados. El resto quieto.
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Cuando Pablo me enseñaba a manejar, salíamos en su auto los fines de semana. Ponía música que fui queriendo escuchar siempre. Collective Soul, Pearl Jam, The Offspring, Nirvana, Red Hot Chili Peppers, Foo Fighters, Oasis, Stone Temple Pilots. Música de los noventa, de jean con roturas y chapitas con la marca impresa, los noventa con perfume de Calvin Klein y aspiraciones grandes. Las tardes en los pueblos son interminables, manejaba con ganas de aprender las rutas de escape. Las conocía gracias a ellos que con Cari me sacaban y traían a pasear a Paraná, a Santa Fe, a Buenos Aires, a Uruguay. Esa música entonces significaba una salida posible y un regreso con algo mejor en la mirada: un cine que en Viale no había, un teatro, un recital, un mar, el río. El paisaje atravesaba el cuerpo, las charlas escuchadas en la calle, en los negocios, la velocidad de los autos sobre las calles, los semáforos llenos de luces encendían una realidad paralela a la oscura siesta eterna que significaba para mí una ciudad con un techo limitado.
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En el videoclip de Run de Collective Soul hay un televisor viejo en un callejón por donde corren personas. Al final se mezcla entre ellos un caballo blanco.
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Correr no es lindo para mí, no es lo que quiero pero tengo una hija que se mueve en esa frecuencia. Francisca tiene el motor encendido, acelerado, el galope a punto. Me gusta ir atrás de ella, su carcajada como un viento. Sus tropiezos y la búsqueda de salvación. Una curita que todo lo puede, la caricia y el canto de sana-sana, colita de rana. Ya me curaste, me dice y vuelve a correr. Necesita que me haga más chica como un punto en la distancia. Dejar de aparecer como una sombra que crece encima de ella. Y después buscarme como se busca un unicornio.
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Di María decía que de chico tenía algo incontenible adentro, como un animal salvaje que buscaba escaparse, que cuando lo metieron en fútbol él pudo saber que las piernas no iban a parar de moverse más. Eso o algo así leí durante el mundial. Me acuerdo también de paredes blancas que recordaba negras por el carbón.
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En paralelo a las clases de danza para niñas, en el salón contiguo dan una clase para madres. Me dice la profesora para que las mamis no tengan que ir y venir, para que puedan moverse. No existen las madres quietas, pienso.
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