jueves 23 de marzo de 2023
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Una mirada desde la alcantarilla

En la sala de espera

Seguía siendo el día 5 de febrero de 1918

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Viale, 2004.

En la sala de espera del doctor hay una maceta grande de una planta que no conozco pero está limpia como todos los canteros que anteceden el ingreso. La secretaria usa el pelo cortísimo y escribe a mano en un cuaderno cada cosa que charla con el paciente que llega y espera delante de su puesto. Los anteojos se sostienen a mitad de su nariz, no muy pegados a los ojos, ni resbalándose hacia la punta. Están justo en equilibrio como un subibaja de la plaza. Los pacientes se sientan en sillas que se sostienen sobre la pared, en hileras, como ropa sujeta de un mismo alambre. Dos carriles que se enfrentan pero nadie quiere mirarse cuando está enfermo. Para eso hay revistas en una cuna. Las enfermedades y las revistas son viejas. Se repliegan y olvidan unas sobre otras. Las caras quedan detrás, escondidas entre las páginas. Soy grande pero mamá me acompaña siempre y yo a ella. Algunas mujeres apoyan la mano en el bastón, otras hablan para matar los pájaros que se escapan con el tiempo. Un hombre no se saca la boina, en el cinto tiene monedas que suenan como llamando a la infnacia. Cara o seca, vida y muerte, salud y enfermedad.

A las doce sale la nena de la escuela. Dejamos la mesa puesta, las ollas sobre las hornallas apagadas, las camas con las sábanas limpias aunque nunca sabemos si vamos a volver.

Paraná, 2022.

Es mi hija ahora la que se acuesta en mi falda. Tiene veinte años y yo cuarenta. Acaricio las puntas de su pelo. En la vereda un pájaro caído tenía el pico abierto como pidiendo socorro. No dejé que lo tocara por los bichos. Un señor habla con resoplidos. Otro, no alcanza a tener voz, gajos de sonidos se desprenden de su garganta. Hay un tiempo que se estanca antes de llegar a la puerta que dice médico de guardia. La sala de espera es donde nada pasa y todo se confunde.

Paraná, 2020.

Espero en una silla con dos bolsos mientras tramitan mi ingreso. Tengo ropa diminuta bien doblada en una mochila. Pañales para bebé. Pañales de post parto para mí. Un cordón sigue atando nuestra respiración. Afuera, sobre los cables, hay gorriones quietos. Las sillas siguen otra pared y enlazan sus caños. En las iglesias los bancos barnizados nos dejaban deslizar parte del cuerpo. En los velorios las hileras se llenan de murmullos. La vida se espera en silencio.

1998.

Mi hermana habla desde un teléfono que está en el pasillo. Tiene sobre sus pies un equipo de mate. Arma un campamento mientras operan a mamá. Mi hermana es el costado en el que me apoyo para que mi columna crezca. Cuando nos dejan pasar a verla, ella acaricia mi pelo.

En pandemia leímos un poema de Elizabeth Bishop que se llama En la sala de espera.

En Worcester, Massachusetts,

acudí con la tía Consuelo

a cumplir con su cita en el dentista

y me senté a esperarla

en la sala de espera de la clínica.

Era invierno. Muy pronto

se hizo de noche. La sala de espera

estaba llena de personas adultas,

botas impermeables y abrigos,

lámparas y revistas.

Mi tía estuvo dentro

mucho tiempo, a mi parecer,

y durante la espera empecé a leer

la National Geographic

(podía leer) y a estudiar,

cuidadosamente, las fotografías:

el interior de un volcán,

negro, lleno de ceniza;

después derramando

riachuelos de fuego.

Osa y Martin Johnson

vistiendo pantalones de montar

botas y cascos de safari.

Un hombre muerto colgado de un poste.

—’Carne humana’, rezaba el pie de foto.

Bebés con cabezas puntiagudas

enrollados doblemente en cuerdas;

mujeres negras y desnudas con cuellos

enrollados doblemente en cables

como los cuellos de las bombillas.

Sus pechos eran horripilantes.

Lo leí todo seguido, de golpe.

Me daba demasiada vergüenza parar.

Después me detuve a contemplar la portada:

los márgenes amarillos, la fecha.

De repente, desde el interior de la consulta,

se escuchó un ¡oh! de dolor

—era la voz de la tía Consuelo—

ni ruidoso ni prolongado.

No me sorprendió en absoluto;

pese a saber que era

una mujer ridícula y cobarde.

Podría haberme sentido avergonzada

pero no fue así. Lo que me cogió

totalmente por sorpresa

fue que aquella era yo:

era mi voz, en mi boca.

Sin pensarlo en absoluto

yo era mi tía ridícula,

yo/nosotras estábamos cayendo, cayendo,

nuestros ojos pegados a la portada

de la National Geographic,

febrero, 1918.

Me dije a mí misma: tres días

y cumplirás ya los siete años.

Estaba pidiéndole una tregua

a la sensación de caída libre

alrededor de un mundo giratorio

hacia un espacio frío, azul, casi negro.

Pero sentí: eres un yo

eres una Elizabeth

eres una de ellos.

¿Por qué debes serlo, también tú?

Apenas me atreví a mirar

a comprobar aquello que yo era.

Eché una mirada de soslayo

—no podía mirar más alto—

a algunas rodillas de color gris oscuro,

pantalones y faldas y botas

y diferentes pares de manos

tendidas bajo las lámparas.

Supe que nada más extraño

había sucedido nunca, que nada

más extraño podría suceder jamás.

¿Por qué debería yo ser mi tía,

o yo misma, o siquiera alguien?

¿Qué similitudes—

botas, manos, la voz familiar

que sentía en mi garganta, o acaso

la National Geographic

y aquellos horribles pechos colgantes—

nos mantenían juntos

o nos reunían directamente en una unidad?

Cuán —no conocía ninguna

palabra para ello— cuán ‘improbable’…

¿Cómo había llegado yo a estar aquí,

igual que ellos, y a escuchar por casualidad

un grito de dolor que podría haberse vuelto

más ruidoso, más largo, pero no lo hizo?

La sala de espera era luminosa

quizá demasiado sofocante. Se deslizaba

bajo una enorme ola negra,

después otra, después otra.

Después, yo estaba de vuelta allí.

La Guerra estaba en curso. Afuera,

en Worcester, Massachusetts,

era de noche, granizaba, hacía frío,

y seguía siendo el día cinco

de febrero, 1918.

*

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