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“Me gusta mirar adentro de los días
donde veo un caballo, pequeño a la distancia,
en la esquina del campo
como un ave en su jaula.”
Héctor Viel Témperley
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Seis rosas rojas sin espinas, los pétalos de terciopelo, las hojas de un helecho adornando el ramo envuelto en papel plateado con una cinta, las manos de mi hija revoleándolo como a un rebenque, mi risa en la suya, las caras de complicidad con su padre, la cámara del celular con la escena que se repite en los domingos sucesivos de nuestras vidas juntos desde hace dos años y medio, con la suspensión de los domingos desencontrados que nos privan de la ceremonia. Una bolsa de bizcochos recién comprados en la panadería que hornea todo el día en calle Buenos Aires. Los diarios, todos los diarios con sus revistas, doblados al medio con la cinta y el moño intactos, la cara del canillita recortada desde la reja, el gorro con el borde raspado de sudor sobre la frente. El mate y el jugo exprimido de tres naranjas de Francisco, el verdulero de la esquina que se sienta en un banquito de espaldas a la calle a frotar cada limón, cada berenjena, manzana y naranja, pieles lisas y porosas brillantes exhibidas en la esquina todas bajo la media sombra aunque de costado replican los rayos del sol.
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«Qué haría yo sin tus flores
qué haría yo sin esta permanencia
de tu gesto y tu lugar
qué haría yo si debiera pensar
en pérdida olvido y sobre todo final
qué haría yo si no tuviera
la certidumbre de tu memoria»
Juana Bignozzi
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A veces me siguen hojas de árboles blancos, estoy quieta muchas horas amamantando al bebé, reconociendo la piel que estrena, buscando pelusas en los pliegues de sus piernas, rastreando los lunares que no tiene, contando los dedos de sus pies, midiendo la fuerza de su puño, esperando la aparición de sus pestañas rubias y de sus cejas translúcidas.
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“A veces me siguen
en caballos blancos
los vientos,
los recuerdos,
las puertas de la belleza.
A veces,
bajo un árbol
he tenido donde
descansar la cabeza.”
Héctor Viel Témperley
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Escucho una voz desde una radio, la conozco y pienso en la distorsión, en la distancia que nos hace escucharnos diciendo cosas distintas, en los tonos que les ponemos a las palabras cuando llegan escritas. La voz dice el aire no se puede respirar. “Cavamos una fosa en el aire no se está ahí apretado” dicen los versos de Paul Celan. El calor es bochornoso pero encendemos un fuego y asamos carne, el humo de la ceremonia sube y se confunde con los otros humos. Los patios simulan una gran sala de fumadores donde las chimeneas parecen las bocas que exhalan después de una larga pitada.
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1991, sobre el cantero del frente Tomaco apoya una pierna doblada en escuadra, tiene una boina y pañuelo, su casa está pegada a la nuestra, tiene paredes desprolijas y las juntas de adobe. Su mamá saca un tacho de leche a la puerta, él se para al lado y enciende un cigarro, escupe las hojas quebradas del tabaco con el bigote mojado de sudor. Tengo nueve años y lo miro desde atrás de los árboles de mi casa. Mamá me espía por la persiana del comedor, lo sé porque su mirada me pesará como una respiración de perro, un calor en la espalda, un arrullo de agua. Cuando mamá no tenga que espiarme, la llamaré yo para que sepa qué hago, dónde estoy, cómo me ha ido. Una gota de calor puede refrescar la memoria, un manguerazo en la nuca, una lengua de animal sobre la panza.
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