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Colgado de un punta del ténder hay un capullo, me avisa Marce y me pregunta si lo saca o deja por si es una mariposa. Parece una hoja chamuscada, lo miro de cerca le saco una foto, googleo y ahí finaliza mi etapa de investigadora de cosas que no sé. Mi hija de dos años lo mira con más interés, también con más dispersión. Enseguida se distrae y vuelve a buscar a “la cabezona”, que es un torso de muñeca con pelo largo para que juegue a hacerle trenzas y otras maldades. Antes de que llegara el juguete nuevo, nos había sometido a sus torturas, tirones, cepillos enredados, broches a media asta. Francisca es persuasiva e insistidora: “dale, vení que te peino y dejo hermosha”. Cuando le expliqué lo del capullo después de la metamorfosis salió aleteando por la cocina. Una ninfa o una niña, a veces los mitos viven muy cerca nuestro.
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Dos veces preparé el mate porque se tapaba la bombilla, tiré la yerba por lo revuelta pero no por lo usada. Tengo una manía con mi mate, con la disposición de la montañita verde, con las hojas de burro, con la temperatura del mate, con la cebada, con el horario, mil costumbres idiotas que me sosiegan. La segunda vaciada de yerba me topé con una polilla enorme en la puerta del patio, me gustan las alas negras, el polvo sobre ellas, un terciopelo, un bicho lleno de sombra, una palada de cemento seco. Hay un poema genial de Watanabe, El lenguado, y otros muchos más sobre animales. Ese particularmente me encanta y me apena. Quizás para mí las cosas que no son hermosas son las más bellas.
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Francisca sigue el camino errático de hormigas negras podadoras que se están metiendo al baño. Yo supongo qué hay humedad, que podrían estar anticipando una lluvia, que puede haber un trozo de algo dulce caído. No lo encuentro aunque limpie y revise. Ella camina con sus piernas y después se agacha y hace caminar sus dedos como si fuesen pequeñas personas. Alguna yema aplasta una pata de hormiga. Se ríe. Ella mira los insectos ubicándose a la misma altura. Yo la miro a ella aganchándome hasta donde está su mirada. Un hijo siempre corre la comodidad del cuerpo. Un niño cualquiera, también. Un bicho puede volvernos menos soberbios. Un gusano lleno de espinas sube por la parrilla, moscas diminutas sobrevuelan una cáscara en la tierra. Me gusta mirarlos para escribir, pero cuando vuelvo a la silla me olvido, no sé sus nombres. Pienso en hilvanes sueltos mientras amamanto al bebé. Adentro de los ojos de mis hijos también hay otro reino.
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