Anotaciones torcidas
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Hace unos días recibí en el taller a una mujer en sillas de ruedas, venía con su cuidadora y lo que intentaba decirme no alcanzaban a ser palabras. Pensé en mi ineptitud, en la frustración de querer decir y no poder, en la tarea de escribir. La imposibilidad del lenguaje retorciéndose en ese cuerpo que replicaba la postura de algo mal ovillado, un alambre tenso, algo trunco en la maniobra de la vida. Hicimos un poco como si nada y a su vez advertimos que todo podía ser un caos. Una mujer que no puede hablar ni mover el cuerpo, NI LAS MANOS iba a escribir en el taller y a leer frente a otras talleristas, el porvenir siempre es incierto pero hay micromomentos en que la ansiedad camina con paraguas sobre una soga.
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El disparador partía de un poema de Mara Pastor, una poeta que leí hace unos años gracias a Daniel Durand que impartía un Seminario de poesía latinoamericana contemporánea, el único gesto de la pandemia fue achicar la distancia con los espacios a los que no hubiésemos llegado. El poema se llama Los que vuelan dice:
Los que vuelan
(aves de rapiña, los pilotos, los turistas, las moscas, algunos globos, algunas balas perdidas en el aire, algunos en jaulas que vuelan pero no lo saben) tienen un avión por dentro
lleno de japonesas y yo sentadas en la misma fila hablando como en una rama.
Los que vuelan llevan en el aliento un pájaro.
Todos mis despegues sólo quieren saber pico, ala, manubrio, asiento al lado de ventana,
composta, helio.
La sed
en los aviones
no se compara
con la sed
en las islas
debajo del plumaje
En ese nido
que flota
en el agua
se nombran aves
A veces
se tiene sed
en el aire,
y a veces en la escalera
de una casa que no es la tuya,
anidados
la sed en los parques
la sed de los conciertos la sed de los muertos de sed.
que tampoco pensé decir en tantas latitudes.
pero es
Afuera del pájaro digo los nombres
tan nido.
y
la lengua vuela.
*
El poema decía algo de un cuerpo al revés, pensé en mi hija Francisca haciendo “la araña”, la mujer había escrito en un teclado y la cuidadora leía, el cuerpo invertido, la nariz besando, el pelo como la melena de un león envolviendo el torso. Pensé en los versos de Alejandra Pizarnik “La jaula se ha vuelto pájaro y se ha volado”. Sentí el nudo en la garganta, ese carozo que tracciona cuando la emoción tambalea, dije qué hermoso hablar así del cuerpo, desde ese pataleo de la lengua frente al aire, ella invocó a las bestias que podía ser cuando un esqueleto se revela. La cabeza, dijo, aún en la postura más incómoda, podía hacerla ser la reina de la selva.
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