El mundo que forman las cosas
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Me acuerdo de una lata verde importada con botellitas de vidrio. La había traído mi hermano de regalo cuando empezó a trabajar en Buenos Aires, me acuerdo de la repisa en la que estaban y cada adorno. Botellas de whisky, de ginebra, souvenirs de cumpleaños con palomitas de cerámica, tacos en miniatura, caramelera de cristal, portarretratos de mis primeros sobrinos, un marco hecho en clases de artes plásticas con escamas de una piña. En el aparador, una sopera con papeles adentro, tazas colgadas como si fueran aros, una bandeja de acero con soporte como si fuese un espejo antiguo. Abajo, en las puertas juegos de vajilla y en otro compartimento el lustrador, un producto en aerosol con olor fuerte, al otro costado, envases con forma de virgen llenas de agua bendita, latas de pomada para lustrar zapatos y los paños con el cepillo para sacar brillo. Sobre el borde de un ventiluz que daba al lavadero, estampas de San Cayetano, espigas de trigo clavadas en un florerito fino de metal, una planta artificial llena de polvo, facturas del cable, de la luz, sobres apilados sostenidos de la manija de la ventana color bordó. En la heladera dibujos de niños que ya son hombres, versículos de la Biblia como una conversación implícita con los pecados de la casa, imanes de viajes que nadie hizo, nombres de ciudades que nadie pisó. Cosas, muchas cosas y el sol entrando por los vidrios, desparramándose como un paquete de lentejas estallado en el piso de granito. En el suelo las formas: caras de piedra como el ingreso a una ciudad yanqui. Nubes. Narices en las esquinas, en los zócales el resto del cuerpo, las casas de una campiña, los techos a dos aguas, y atrás la cresta de un volcán o de un gallo. De niña el pecho contra el piso, la búsqueda implacable de hallazgos en el granito y después boca arriba en las siluetas del cielo.
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