Anotaciones sobre la mesada
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Mi hija trepa por la punta de la mesada, sube y gatea hasta encontrar su lunchera hay una especie de movimiento animal en su transcurso, no sé si felino, no sé si de reptil o de insecto, algo que la vuelva menos humana y más viva con el universo. El espacio de la cocina siempre me pareció el más lindo de la casa, por las ventanas asoman ramas verdes, el viento queda del otro lado, las moscas que giran en la parrilla también. Me gusta la distancia desde donde observo, nada se pierde del todo, y nada tampoco es tan nítido. En la superficie de granito Francisca apoya sus manos, sus muslos, sus rodillas, las marcas del cuerpo quedan impresas a trasluz.
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Las cosas que brillan, digo: señalo cubiertos, el mango de una olla, los imanes en la heladera, el refilón de su pelo castaño tan claro, las vetas del agua entre los tallos de flores que están en el florero de cristal.
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Me gusta cocinar porque siempre fui feliz comiendo lo que sabía cómo estaba hecho: la curiosidad en la alquimia de los ingredientes, la cantidad justa de pimentón, el quiebre de las hojas de laurel, las burbujas espesas. La masa se infla en el rincón como un perro manso, después cortaremos bollos, enharinaremos nuestras manos. Mi hija ensuciará el piso, su ropa, los bordes de las cosas que toque. Tengo a dos niños que me miran iguales a gorriones sentados en mis costados. Me gusta ser madre, saber de alimentos, recuperar el calor de la casa de otro tiempo. El canto de pájaro presente en sus bocas.
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