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Las sublimaciones
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“Que otros practiquen —si les divierte—idiosincrasias de felpudo. Que otros tengan para las cosas una sonrisa de serrucho, una mirada de charol.
Yo he optado, definitivamente, por lo sublime y sé, por experiencia propia, que en la vida no hay más solución que la de sublimar, que la de mirarlo y resolverlo todo, desde el punto de vista de la sublimidad.”
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Estoy participando del Mundial de escritura por novena o décima vez, siento como en cada edición los nervios por cumplir con los tres mil caracteres diarios, por la eficacia para el grupo, por la vergüenza o esa especie de pudor ante el resto de mis compañeras, esta vez somos un puñado de mujeres escribiendo. Hay dos hermanas, unas parientas o conciudadanas y nosotras con Manu que somos socias en cosas poéticas, pares de mujeres enhebradas por las ganas de escribir y de ser leídas que, siempre pienso, en el fondo, son las mismas ganas que las de ser queridas.
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En el disparador de hoy tenemos que consultar al oráculo de Girondo, me acuerdo de cuando lo estrenaron en la página de Encuentro habérselos llevados a los chicos de la escuela secundaria, ponerlos a jugar a hacer preguntas, completar el poema con versos propios, hacer que la poesía sea un poco de todos y de nadie. Eso: jugar a ser dueños de las palabras más alborotadas y libres. Eso: ver que los jóvenes nunca tienen el miedo a la propiedad, ni el respeto, ni la necesidad de ser dueños.
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Consulto al oráculo con una pregunta que me hago hace tres años: ¿cuándo el cuerpo volverá a ser mío?
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Dice Tomás Rosner, el poeta que da la consigna, que le gusta la bibliomancia, esto de tirarle preguntas a los libros y de buscar que nos hablen. Leemos literatura con esa fe, con esa desesperación llena de paciencia: los libros saben más que nosotros y que quien los escribió. Saben es nos dicen cosas a las que les damos sentido según el momento en el que nos encontramos con ellos, con sus frases, con sus silencios.
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En 2004 leí a Saer por primera vez en una clase de Graciela Gianetti, El entenado y Nadie nada nunca. Todo lo que vino después fue ser abrojo en la greña del potro, anudarme al lomo de un caballo, mirar cómo tiemblan las cosas aunque estén quietas.
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Me dice Oliverio que un tranvía le susurró: “¡En la vida hay que sublimarlo todo... no hay que dejar nada sin sublimar!”
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Gracias, Espantapájaros, gracias Mundial, gracias compañeras. La apuesta es la misma, nosotras somos otras pero insistimos: sublimar, buscar la belleza aún en los días oscuros.
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