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jueves, 10 de octubre de 2024
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Cultura

Una mirada desde la alcantarilla. La casa, la calesita.

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Calesita

El primer raspón en la rodilla, la canción del sana, la crema blanca sobre la superficie roja de la piel ardida. Una brasita y los ojos apretados como cuando me caí en la vereda de casa, pienso, como cuando la mayor fue chiquita, como cuando la chiquita fue menos grande y ahora este bebé en registro inacabable del dolor y del amor. 

Hace tiempo que veo al tiempo en repeticiones, como si nunca pasara o como si volviera en el giro de la calesita. Por eso mismo repito la palabra tiempo, para hacerla visible en el engranaje del pensamiento y la percepción de la realidad. 

En la calesita mis hijos eligen los caballos y me parece bien, ninguna otra cosa se movería por sí misma, ni los helicópteros, ni las motos, las lanchas y los camiones. En cambio los caballos saldrían enloquecidos al galope, activarían sus músculos si dejaran de ser de plástico brillante, romperían las puertas de vidrios del pelotero y escaparían al campo o a las montañas, nadaría si fuera necesario. 

Puedo ver a mis hijos con sus talones enquistados en las quijadas, con los pelos lacios por encima de sus hombros. Siempre flotando. 

Las cosas no pesan en las cabezas de los niños.

Los días que estoy mucho encerrada en un mismo rol, haciendo más o menos lo mismo (mamaderas, mudas de ropa, junte y rejunte de juguetitos y cosas domésticas) vuelve la sensación de hámster en la rueda, de la zanahoria corriendo siempre hacia un horizonte inalcanzable. La casa es un monstruo, pienso, los hijos son su custodia. Ninguna mujer puede ser dentro de su casa otra cosa que madre: la disposición de un cuerpo para interrumpir todo el camino que emprenda. El compás al ritmo de los gritos, demandas de atención, de cuidados, de llanto, de ataques caprichosos que ponen a prueba la paciencia, hasta dónde el amor, hasta dónde la urgencia, hasta dónde el límite entre una vida y la muerte de la otra, la suspensión de todo lo demás como en los incendios. 

Una línea roja se dibuja al filo de las llamas en las bocas de los hijos. 

Sin embargo hay algo en la reiteración de las cosas que me ubican mansa en los cuadros que quiero, mirar el crecimiento de los pelos de la nuca, acariciar las partes golpeadas de los cuerpos nuevos, oler las yemas blancas de hipoglós y preguntar por qué vuelven los poemas de Anne Sexton, si es posible mirar distinto y hacer de la casa una hermana. 

AMA DE CASA

Algunas mujeres se casan con su casa.

Es otro tipo de piel; tiene corazón,

boca, hígado y mueve el intestino.

Las paredes son firmes y rosadas.

Mira cómo ella se pasa el día de rodillas,

lavándose a sí misma con fidelidad.

Los hombres penetran por la fuerza, como Jonás atraídos

por su madre carnal.

Una mujer es su propia madre.

Esto es lo principal.

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