De noche el agua sigue cayendo
Mamá envejece, hablamos por teléfono,
minutos enredados en desencuentros:
no te escucho bien, ahora sí, pusiste la cámara
pregunta mientras grito no, no, solo quiero saber cómo estás y entonces aparece en su conversación la mujer de la despensa que le contó algo del carnicero y que a la misa los curas ya ni van.
Podrían ser versos sueltos de un poema pero es la línea del fijo que se corta.
Me sé de memoria los números de cada familiar y de cada amiga con la que hablé de chica.
Algunos padres ya murieron y
no vive nadie conocido en sus casas
quedan los árboles y las tejas
que en otoño también caen.
De noche el agua sigue cayendo
y es una corriente que traspasa los andamios
el agua es como los gatos que siempre maúllan de madrugada.
Buscan amor, pienso.
Agua y animales salvajes arquean su cuerpo bajo ninguna luz.
Como si repitieran el hambre humano y original.
Este año quise desactivar las guerras, bajar los decibeles de la voz, no entregarle la alegría a ningún dirigente en plataformas de vedette, campera de cuero chivada y lentejuelas,
prometí no sufrir la descarga en la búsqueda del sueño
bajo la hendija de la puerta se filtran alacranes y facturas con aumentos.
Alaridos de los perros y los pobres.
Entonces enciendo la luz tenue y miro
la casa en silencio con las paredes que absorben la lluvia y dejan que crezcan helechos y moho. Alergias a las que sobrevivimos ofreciéndonos pañuelos y té.
Tengo tres hijos que son como cachorros,
tropiezan en mi sombra
veo caer las migas de su pan sobre la alfombra: el cuerpo grande de los grandes se diluye y es como el agua que no deja de arrastrar su lengua.
La búsqueda de la piedra final.
Una lamida sobre el fondo profundo de las cosas. Retumba entre las patas de la mesa que ahora son columnas y es techo entre nosotros.
Pongo el cuerpo en el camino de las migas, junto:
llaves plásticas para casas de lona, autos del tamaño de una langosta, muñecas con pelo de lana. Busco las voces de las madres que se pierden, la punta del hilván atravesando los labios, el dedal como un escudo en el índice que zurcía mis rodillas, el laberinto de la infancia se desparrama entre vías de un tren sin pilas.
Esta noche quisiera hablar de las madres
de nuestros cuerpos de madre sin batones rompiéndose igual que antes en partes desparejas, del desarme de las articulaciones.
Del dolor de la cadera, de la cervical chanfleada y de la atrofia de la lengua y de la carne
De este circuito interminable y natural, del líquido amniótico y del calostro, de la menarca y de la negrura del meconio, de los nombres que nos ponen como rótulos en la muñeca, de la marca en el cuero de la vaca, de la herradura en la pata de la yegua y arriba de la puerta.
La horquilla de la suerte en el ingreso al mundo: la bienvenida en la boca que nos habló primero, el rito del bautismo con agua del estanque: madre, buenas noches. Tu misma agua sigue cayendo en mi pecho.