jueves 28 de marzo de 2024
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Porción privada

Los pequeños mundos y sus palabras

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Por Belén Zavallo

Escribir es algo público, dice Annie Ernaux y sin embargo en todos sus libros se le despelleja la lengua porque elige contar temas que se esconden en el ámbito privado: un aborto, un episodio violento entre sus padres, un amante, el último trozo de la vida de su madre.

Siempre que la leo tengo la sensación de estar escuchando lo que se confiesa. De hecho, en esta lectura que estoy transitando de su libro La vergüenza que cuenta cómo una vez su padre quiso matar a su madre un día domingo y cómo nunca más se habló de ese tema en su familia, es la emoción de su cuerpo de doce años frente al mundo y cómo a veces el lenguaje no alcanza a decirnos lo que hemos vivido.

“Quizá la escritura convierta en normal cualquier suceso, incluso el más dramático. Pero como para mí esta escena siempre ha sido una imagen sin palabras ni frases, aparte de las que les he dicho a mis amantes sobre ella, las palabras que he empleado para describirla me parecen extrañas, casi incongruentes. Se ha convertido en una escena para los demás”

Sobre la memoria para recuperar el tiempo, la autora dice “solo recuerdo la atmósfera, la postura de cada uno de nosotros en la cocina y algunas palabras. No recuerdo por qué empezó la pelea, ni tampoco si mi madre llevaba todavía el blusón blanco que se ponía para estar en el colmado o se lo había quitado pensando en el paseo que íbamos a dar. Tampoco recuerdo lo que habíamos comido.” Más adelante cuenta que tenía puesto un vestido azul con lunares y que cada año que repetía el atuendo se decía “es el de ese día”.

Uno de los tramos del libro retrata su vida en la escuela privada, “el internado” en oposición a la escuela laica. Todo lo que desmenuza de ese pequeño mundo en el que la religión marca la conducta y el pensamiento es para quien ha estudiado en una escuela católica muy cercano: la educación religiosa como una materia calificable, el pararse frente a la maestra que entra al curso, la espalda rígida, el peso del silencio en la mirada, lo malo y lo bueno, las lecturas permitidas, el encierro y “las palabras que apenas existían para expresar sentimientos”.

En sintonía, la vida familiar y del pueblo: el trabajo siempre como algo bien visto frente al gusto por la diversión, el recato ante los gastos para que nadie piense mal, la vida social tibia, encendida a fuego corona, no visitar demás a los vecinos, no ostentar de tiempo libre, no opinar de las vidas pero estar mirándolas fijamente y sabiendo todo del otro. La actualidad de nuestros pequeños mundos definidos con la crudeza de la autora que no deja rincón sin revolver con su lengua y aún así, evidenciando la necesaria contención, la faja puesta sobre ella en aquella época de su vida.

“(No puedo evitar seguir asociando la palabra privado con la carencia y el miedo, con lo cerrado. Incluso cuando se habla de vida privada. Escribir es algo público.)”

Aún lejos de su 1952 y de su aldea francesa, cuando cursábamos la secundaria teníamos una vez al mes permiso para ir a confesarnos. Me acuerdo de que en nuestro cuarto año había llegado a la casa parroquial un cura recién recibido del seminario. Como a todas nos parecía lindo, teniendo en cuenta que nos limitábamos a un parámetro de belleza dentro del ámbito eclesiástico, ese mes quisimos salir todas a ventilar nuestros pecados. Un aluvión de golondrinas arrepentidas dispuestas a estar de rodillas. En los recreos nos contábamos todo, incluso lo que habíamos inventado para estar más tiempo ahí.

Con muchas más libertades, en el año 2013 entré a trabajar en una escuela católica en la que cada entrada al aula suponía que todos mis estudiantes se pararan al lado del banco. Tenía un alumno que era tan inquieto que le daba alegría tener razones para levantarse. Hace un año creo haberlo visto dando charlas TED, tuvo un accidente y quedó paralítico pero felizmente nada lo suspende en la quietud, juega al básquet y se mueve por distintos puntos del país, es inspirador y lúcido como cuando lo conocí.

Es imposible que la literatura nos encierre, siempre que leemos nuestro cuerpo vuelve a pasar por lugares conocidos. O a experimentar emociones de otros personajes. Quizás escribir sea una forma de abrir confesiones, de sostener un pacto privado pero que libera sin condenarnos a nada.

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