
En medio de un cementerio aparece la imagen de una vida nueva. El lenguaje vuelve a fundarse para decirlo todo de nuevo. La poesía va a ser siempre una invitación para afilar la mirada y para llegar con ella a pulverizar hasta una rosa.
Hace unos días fuimos al cementerio Solar del Río. Cari y yo adelante, mi mamá y mi tía atrás (dos pares de hermanas) y mi hija Francisca de casi dos años, la voz nueva que hace estallar las risas en medio de la nostalgia. En ese cementerio están enterrados en una misma parcela de tierra mi tío José, mi abuela y abuelo. Un hojaldre de cuerpos encimados por la muerte. Mi tío tenía unos modos únicos de nombrarnos a todos y un vínculo muy particular con mi abuela, todos los días de su vida le llevaba una torta negra de una panadería que a ella le gustaba. Por su parte, la Beli le preparaba su vianda. Mi tío tenía cincuenta y largos años mientras pasaba esto y ya se había casado un par de veces. Un día se descompuso y murió de un ACV. Después la Beli se cayó en el baño también por un coágulo descalzado por su tristeza, creo ahora porque como yo tenía dieciséis años, no puedo ser muy precisa con los diagnósticos. De a poco la mujer de canas celestes que bajaban como un tobogán por su cara lisa se fue desmoronando. Se le abrió una úlcera en un pie, una herida que la diabetes no dejó cicatrizar, una boca de yacaré que siempre veo cuando escribo. Jamás me impresionan las cosas del cuerpo: he desatado puntos sobre panzas con costuras verdes, apretado granos altos como volcanes, he limpiado la carne blanda del borde del cordón umbilical. Eso me tiene en una escena agachada con una palangana y los pies de mi abuela en el agua. Algo oscuro como iodo. Unas gasas. Y la risa de ella por encima de mi pelo. Mi abuela atravesaba el dolor con alegría. Quizás sola se enojaba con algo, pero jamás la vi más que contenta. Esa cara tenía el contrapunto de mi abuelo que, por el contrario, refunfuñaba constantemente. Si a la Beli la enterró la muerte de su hijo predilecto, el otro lazo como el de las plantitas que tiran cintas verdes, es la punta del Buelo muriéndose años después en la fecha de su cumpleaños.
Mi tía y mi madre se agacharon sobre la lápida y posaron besos desde la palma. Con Cari tomamos mates y miramos asombradas que ese lugar, que antes parecía tan lejano y verde, ahora estaba lleno de esas piedras planas con los nombres y las fechas inscriptas a cada paso, como un jardín de huesos, números y letras. Mi tía dijo que con la viuda de José habían pensado en cremarlo y ponerlo en un nicho.
“Para qué vamos a seguir con esto de dejarle a alguien que se ocupe de pagar el mes, de llenar el florero, de hacer el viaje. ¿No les parece?”
Las tres asentimos, ninguna le teme al olvido, creemos en la inscripción de la vida en la vida. La muerte es un alivio para sabernos finitos. La fusta que se revolea en el aire como un pájaro y nos dice: tenés este día, tenés este cielo, tenés estos brazos y estas palabras.
Cuando me invitaron a escribir me dijeron que había que sacar del nicho la literatura. Pensé en la Pizarnik, en su invitación a mirar desde la alcantarilla, en pulverizarlo.
Me vi ahí sentada, esa tarde de sol y viento, hablando con otras mujeres sobre quitarle los cuerpos a la muerte.
Podés morir
por un amanecer-
una idea
o el mundo. La gente
así lo ha hecho
con esplendor
entregando
sus pequeños cuerpos
a la hoguera,
creando
una inolvidable
furia de luz. Pero
esta mañana,
mientras trepaba las colinas cotidianas
bajo la maquinaria cotidiana
del amanecer, pensé
en China
en India
en Europa, y pensé
en cómo el sol
resplandece
para todos y tan
alegremente
cuando sube
bajo las pestañas
de mis propios ojos, y pensé
¡Soy tantas!
¿Cuál es mi nombre?
¿Cuál es el nombre
de este aire que respiraría
una y otra vez
por todos nosotros? Llamalo
como quieras, es
la felicidad, una
de las formas de entrar
al fuego.
Poema El amanecer de Mary Oliver, publicado por Caleta Olivia en El trabajo del sueño.
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