
¿Cómo nombramos lo que nos pasa al vernos?
Hace poco una amiga que también fue mi maestra me dijo “Belencita no le tengas miedo a tu cuerpo que no te va a traicionar”, ella que es hermosa y sabia también me contó que nunca le preocuparon los límites de la edad. Es como si hubiese aprendido a escuchar el deseo y a silenciar todo aquello que establece que desde los tantos años hasta los otros tantos el cuerpo puede hacer o debe dejar de hacer tales cosas. Estas conversaciones siempre las tengo con mujeres, creo que los hombres no se preguntan porque hay un imaginario social que les permite saberse siempre machos fuertes y poderosos. Hay hasta una cercanía fonética entre hombre y hombro, el apoyo que otrxs necesitan. Pero nosotras somos más honestas y nos hacemos cuestionamientos mientras nos miramos juntas y cuando estamos solas. Ayer, la poeta Jaz Hollman escribió en su instagram:
“Fran me acaricia el pelo, lo ilumina con la luz del velador, dice: este mechón es de color púrpura un poco violeta. Este es tiza. Este es gris. No me gusta que me toquen el pelo, pero a él lo dejo. Un ratito, hasta que me canso.
Decidí dejar de teñirme hace algunos años. No sé si me queda mejor, pero me liberé. De tener que ir a la peluquería cada quince días. De recordar si el número de tintura era seis o seis punto algo. De la vincha blanca sobre la frente cada vez que me ataba el pelo. La libertad también es una forma de belleza.
Me llevó un año, quizás más, tener el pelo parejo. Durante el proceso fui el cerro de los siete colores, la cordillera nevada, una piedra con manchas de óxido y barro. Me miré menos al espejo. Aprendí sobre la paciencia. Me mantuve firme cada vez que mamá me dijo que me iba a cansar, que todavía era joven para tener el pelo gris. A veces me canso, es cierto, pero la mayor parte del tiempo no. Mamá ya no insiste.
Hay un poema de Sharon Olds que me encanta, en una parte dice esto:
Cuando era más joven, me veía a mí misma,
a veces, como el tosco dibujo de una hembra–
los pechos, el destello de las caderas de los años 40–
pero este grisáceo ser abollado es cómodo como una vieja prenda favorita, es casi
amable, ahora para mí.
No es fácil envejecer, sobre todo para las mujeres. Pienso bastante en eso. No porque me sienta vieja, sino porque quiero estar presente mientras sucede. Quiero ver cómo cambia mi cuerpo, más allá de los mandatos y de las imposiciones estéticas. De la exigencia propia. Y ser capaz de registrarlo. De la única manera sé: escribiendo.”
¿Es envejecer la única forma que tiene el tiempo de pasar por nuestro cuerpo? Jaz es además de poeta una mujer hermosa y sensible que se permite siempre pensar en voz alta con el costo que tiene exponer nuestro mundo íntimo y con el valor inherente que esto conlleva. Creo que desde niñas tenemos encima una mirada que nos exige más: sentate bien, cerra las piernas, tapate esto, sugerí no muestres todo, sos grande para esto, sos chica para aquello.
Tuve la suerte de crecer con un discurso más amable, podía comer lo que quisiera, decir como me gustara, hacer o dejar los deportes que eligiera. Mamá siempre nos contó que su padre no la dejaba ir a danza porque ella tenía las piernas gordas y que entonces la mandaba a piano que a mi tía sí porque era más estilizada. Mamá ahora es flaquita pero pasó por todas las formas, nos parió a los cinco naturalmente pero después las cirugías por problemas de salud le dejaron la panza atravesada de tajos. Cuando daba clases se transpiraba en invierno, la menopausia o un quiste, no recuerdo qué pero el cuerpo hablaba sin control sobre ella. De chica la acompañaba a la modista, siempre le hacían trajes de pollera y saco para dar clases. Mamá nos mostró su piel sin pudor, creo que de ella aprendí a no tenerme vergüenza.
Un poema de Emma Barrandeguy dice “Envejezco rabiosa de vida como el lirio”, un verso final de un poema que habla del amor y su permanencia, del deseo encendido siempre más allá de la edad. Crecí entre mujeres hermosas, no me refiero a cánones de belleza, sino a mujeres que hicieron lo que quisieron y son felices con lo que pudieron. Mi única hermana es una ardilla capaz de trepar paredes, tiene las piernas torneadas, los músculos se trenzan como bailando. Es alegre y trae la risa antes que el cuerpo. Mi hermana me leyó todo lo que me enamoró de la literatura, sin ella jamás hubiese escrito nada. Siempre que fuimos juntas a una zapatería nos reímos de mis “pies de princesa”, Cari es chiquita y yo más alta, sus pies apenas pisan el suelo y ya están de nuevo sobre el aire, yo me hundo firme. Ninguna de nuestras diferencias hizo que jamás una envidiara a la otra, nos decimos siempre qué hermosa y abrazamos. Sin proponérnoslo estamos diciéndoles a nuestras hijas quieranse así. Un cuento de Borges tiene una frase que nos decimos “malquitarse con uno era contar con dos enemigos”, con Cari no somos pendencieras pero sentimos todo juntas, carne y uña.
Mi hija menor habla sin restricciones y permanentemente. Le gusta nombrar su cuerpo con desparpajo. Hace unos días empezó a disfrutar de su desnudez, tira la ropa y se mete en la cama, cuando le pregunto qué estás haciendo me dice “en concha”. Creo que la capacidad de nombrar sin miedo es algo que se nos erosiona, así que me río hasta que logro vestirla. Hay un poema de Alicia Genovese que se llama Baño, me gusta porque se permite recorrer el cuerpo y lavarlo con el mismo amor que bañamos a un hijo por primera vez.
Hay una ducha al fondo
de la casa
y cada tardecita
después del calor, el río
los mates, las conversaciones
sudorosas en el porche
es la hora del baño
Atravieso los ligustros
dejo la toalla en una rama
el jabón
sobre un tronquito
hachado al ras; un mínimo
preparativo antes de hacer
correr
el agua
Fría al comienzo
después más tibia
llega la que el sol
abrasó en el tanque
de fibrocemento
el día entero
Al aire libre
la caña de ámbar
vuelve encantamiento,
el rito diario;
me lavo la cabeza
me bajo los breteles,
la malla y vigilo, casi
con inconsciente cuidado
que los sonidos sean
los habituales:
algún zorzal
que levanta vuelo
una gallineta que picotea
las últimas migas
en el pasto, esa quietud
atardeciendo
las casas vecinas
y la variedad inabarcable
de hojas y ramas en el monte
extasiadas rozándose
Me enjabono
la espalda, los hombros
arden y otra vez el agua
reciben plácidos,
más sensible
el borde sin solear
del cuerpo siempre enmallado;
los pelitos de la vulva emblanquecen
con la sedosa jabonada
y los pezones se agrandan
bajo las marcas
geométricas del escote
Abro por completo la ducha
y el caudal
cae a brochazos
casi helada me apura
fuera del letargo
de la respiración;
hasta que cierro y vuelvo
al calor de las telas
al sigilo en la toalla
mientras el agua
por la zanjita
perfumada corre
como un suspiro aliviado
como un instante amoroso
y su exigente vigilia
No sabe nadie
nadie presencia
mi tarde detrás
del arroyo;
piedrita que alguien regala
y al aceptarla toma
la forma de tu mano;
no tiene valor
no se cotiza
ni siquiera se pone
en una vitrina
de objetos exóticos;
se vive con poco
con nada
se hace un reino.
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